Grimmish, novela de no ficción histórica de Michael Winkler publicada por Mutatis Mutandis, es más que la historia de un púgil célebre por su resistencia inhumana al dolor.
VALÈNCIA. Más que a la muerte, a lo que le tenemos miedo es al dolor, al sufrimiento, a padecer una agonía. Una muerte inesperada, indolora, acaso durmiendo, nos entristece si la consideramos con la perspectiva que ofrece estar vivo y pensar y sentir —compasión de uno mismo, de los seres queridos, o rabia, como decía alguien, por todas las películas que se iba a perder una vez vuelto al polvo—, pero desde el ángulo de la nada, pues eso, no hay sufrimiento. El dolor es cosa de los vivos. Es, de hecho, un patrimonio irrenunciable: el dolor nos acompaña desde que nacemos porque la evolución no encontró otra forma mejor de advertirnos de los peligros. Acercamos la mano a una llama, la quemadura nos duele, apartamos la mano, la conservamos. La insensibilidad es potencialmente catastrófica. Un hueso roto tiene que reposar para soldarse. Debemos identificar un corte para no desangrarnos. Si el interior de nuestra boca no fuese capaz de manifestar dolor, nos la destrozaríamos con los dientes. Infligir dolor, por otro lado, es un método infalible para doblegar a alguien. La tortura logra lo que se proponga, porque el dolor, en nuestras carnes o en las de un ser querido, es el enemigo número uno de cualquier ser que lo sienta. En el terreno de la ficción se ha trabajado la sugerente inversión del efecto doloroso, en forma, por ejemplo, de seres infernales, todo un culto de hecho, que obtienen placer de las más aberrantes intervenciones en sus cuerpos. Los cenobitas de Barker nos enfrentan a una suspensión de la incredulidad imposible: no hay forma de imaginar y aceptar un escenario en el que desgarros e incisiones horripilantes puedan ser fuente de excitación. En un plano más cotidiano sí es posible encontrar placer en ciertos dolores, si bien suelen ser molestias de baja intensidad.
Y luego está quien más que placer o desgracia, siente indiferencia hacia el dolor, o bien se ha acostumbrado tanto al mismo que no sucumbe ante él. El boxeador y punching bag humana Joe Grim parecería ser una de esas personas con lo que ahora llamaríamos un umbral del dolor muy alto. Tanto es así que construyó toda una carrera deportiva en base a ello. Grimmish, novela de Michael Winkler publicada por Mutatis Mutandis —con traducción de Eduardo Iriarte y una edición realizada con gusto exquisito que se apoya en una brutal ilustración de Julio Fuentes—, nos cuenta la vida de este boxeador italoamericano de inicios del siglo XX, legendario por su habilidad para aguantar palizas interminables en el ring. A Joe Grim no se le podía dejar fuera de combate a puñetazos. Caía, pero se volvía a levantar. Sus contrincantes, desesperados, se destrozaban los nudillos contra el muro de tejidos vivos del púgil, que si bien no ganaba, perdía acrecentando su leyenda de hombre imposible de noquear, como esa roca que resiste el impacto de una ola tras otra durante décadas y a veces mucho más: “Contada en sus propias palabras, su historia es la siguiente: Soy Joe Grim. Cualquiera tiene suficiente con saber eso. ¿Quién ha dejado k.o. a Joe Grim? Nadie. Es imposible. ¿Por qué? Te lo voy a decir. En primer lugar, no tengo miedo. En segundo lugar, no siento dolor. Un puñetazo me da risa. Cuando me golpean en la mandíbula, meneo la cabeza. Pienso en mis antepasados de Nápoles y me olvido. Cuando recibo un puñetazo en el plexo solar, donde Fitzsimmons me golpeó cinco veces, me impresiona. Por un instante es desagradable. Me falta el aliento. Me afecta, pero me recupero al instante. Cuando recibo un golpe en el corazón —y me han golpeado ahí muchas veces tipos bien grandes— me apena un poco que el corazón sea tan débil como para sentirse mal. Si mi padre pudiera ver a su hijo diría: «Joe Grim es un romano»”.
El libro de Winkler es muy singular: conocemos al protagonista y sus milagros a través de diferentes géneros, como si leyésemos un archivo de hojas amarillentas que han sido recopiladas de los periódicos en papel o manuscritas. ¿Es posible que no sintiese dolor, o eran exageraciones de un monstruo de circo al que sus promotores exponían a tundas tan salvajes que lo dejaban, aunque de pie, al borde de la muerte? Se dice en la historia y es muy cierto: un curioso fenómeno de supervivencia mental se encarga de crear distancia con el dolor de los demás, sobre todo cuando hablamos de congéneres que vivieron en otras épocas de nuestro sangriento eje cronológico. Arder en una hoguera debía ser algo tan sumamente atroz a nivel de dolor que terminamos por creer —quizás creer no sea la palabra—, o más bien, crear, una imagen del dolor de la víctima donde este es irreal, y en cierta medida, no tolerable, pero sí comprensible. Lo mismo con otras torturas. “El caso es que toda historia elimina o al menos atenúa el dolor. El tiempo tiene un efecto meliorativo, lo queramos o no. No podemos creer que la gente en los libros de historia sintiese dolor tal como lo sentimos nosotros. Y cuando uno piensa en ser despellejado vivo, o quemado en la hoguera, o arrastrado por caballos o cualquier cosa por el estilo —que te corten la lengua; una barra de acero al rojo vivo introducida por el recto—, es un acto piadoso. Pero el reino del dolor siempre ha existido. Lo que pasa es que hoy en día lo sobrellevamos peor, seguramente porque lo visitamos menos a menudo”. Grimmish hace honor a su título, pero es tan bueno que no queremos dejar de leer. De hecho, no solo nos atrapa su calidad literaria, también sucede que no querremos dejar de llevarlo con nosotros, de verlo en la mochila o sobre una mesa: la ilustración de la portada, el rostro de un Grim apalizado pero sonriente, transmite una actitud salvaje ante la vida que en nada se parece a la derrota. Es justo lo contrario.