Las percepciones sobre los diferentes problemas sociales actuales vienen fuertemente condicionadas por los mensajes que recibimos de ellos cada día, el cuarto poder. En la era de la rapidez y de la desinformación, este hecho se ve acuciado con cierta tendencia a poner una amable envoltura que haga más digerible la noticia, especialmente mientras comemos o cenamos. Ejemplo de esto, solo para el 1,4% de la población, la desigualdad es el primer problema social (barómetro del CIS, diciembre 2021), muy alejado del 17,9 que sitúan el paro o del 10,4 la crisis económica. Quizá sea una cuestión de procedimiento, pero la distinción entre causa y consecuencia se diluye en las respuestas.
Eso sí, alertamos de la gravedad de la situación cuando ocupa un lugar preponderante en la noticia. Clara muestra es la difusión del informe FOESSA sobre datos de 2021 que constata que más de un millón de personas que en el País Valenciano sufre algún tipo de exclusión moderada o severa. O que en algunas comarcas de la provincia de Alicante, 4 de cada 10 habitantes está en alto riesgo de pobreza, hecho agravado sustancialmente en las mujeres, personas migrantes y jóvenes.
Por ello, considerar que las desigualdades sociales, económicas, por sexo o por edad refuerzan claramente la situación de polarización política, social o de valores no parece descabellado. Más descabellado resulta la falta de respuestas efectivas y alternativas políticas a paliar sus efectos. No es posible separar desigualdades sociales de ambientales, más cuando existe una estrecha relación entre las comarcas valencianas con mayor número de personas en riesgo de pobreza y la vulnerabilidad de aquellos territorios más azotados por los efectos del cambio climático.
No cabe, por tanto, distinción entre justicia social y justicia climática, dos elementos intrínsecamente relacionados y para los que la política, (en mayúsculas, no los esperpentos vividos en las últimas semanas aliñados con el sainete de ésta), ha de ofrecer alternativas claras que aborden los grandes problemas de la sociedad en el siglo XXI.
Los mecanismos de redistribución de la riqueza son nucleares, demostrando así que el papel regulatorio es imprescindible en un mercado voraz que se dirige hacia el colapso. Como señala el profesor Todolí en su última obra, Regulación del trabajo y política económica, “los estudios empíricos reflejan que la intervención externa en favor de los derechos laborales corregirían los fallos del mercado y así aproximar hacia una eficiencia óptima”.
Estos mecanismos, a nuestro parecer, comienzan en el derecho del trabajo. Su función protectora reequilibra la situación negocial de partida y la aproximación hacia parámetros aceptables de equidad. Parece altamente consensuado que la negociación basada en el derecho civil de igual a igual, en el que la libertad de las partes en el intercambio de mano de obra por remuneración, ha resultado completamente ineficaz para mitigar estas desigualdades. El RD-ley 32/2021 de medidas urgentes para la reforma laboral camina en la dirección de atender necesidades colectivas y reequilibrar el papel de las partes.
Cuestión distinta subyace en una segunda medida de redistribución de la riqueza, esto es, la fiscalidad. Estamos aún muy alejados de alcanzar parámetros de equidad a través de su progresividad. No me detendré en el ingente y permanente fraude fiscal provocado por multitud de factores que excederían holgadamente la extensión de esta tribuna. Pero sí lo haré ante la sobreactuada y beligerante respuesta al anuncio de la creación de nuevas figuras impositivas o recaudatorias, que van en la dirección de establecer mecanismos para adaptar empresas, personas y territorios a los efectos devastadores del cambio climático.
La situación de partida del modelo productivo no contempla, con carácter general, las externalidades negativas, esos impactos que suponen un enorme coste al entorno y al medioambiente que no aparecen en las cuentas de resultados ni en el Producto Interior Bruto. Partiendo de ese paradigma, ¿por qué he de pagar ahora por algo que llevo haciendo toda la vida si me va a restar competitividad en el mercado? A la respuesta sencilla de la escasez de recursos, o de la miopía ante, ¡que no ves que en muy corto plazo, directamente no lo vas a poder desarrollar!
Sea como fuere, la fiscalidad ambiental es absolutamente necesaria, tanto para el desarrollo de una transición para la que nadie nos ha preparado y que se sostendrá en fondos para el cambio, de actividad, de competencias o en procesos de innovación. Como, también, para responsabilizarnos de una vez por todas del impacto que tienen nuestros actos en la relación con el medio ambiente, incluyéndolo en los indicadores de las cuentas de resultados empresariales.
Hablar de la justicia social requiere un mayor compromiso colectivo hacia las personas y el territorio que se ha de materializar en hechos. Y, en ese lenguaje de libertinaje que nos invade, el mayor hecho es comprometer el sustento de la sociedad, tanto en la equidad como en la supervivencia climática.
Daniel Patiño es secretario de Diálogo Social y Medio Ambiente de CCOO PV.