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No éramos dioses, Diario de una pandemia #22

La amistad de los pájaros

14/04/2020 - 

VALÈNCIA. Desde niño no me tomaba la temperatura. Hace dos semanas compré un termómetro y hoy me decido a utilizarlo. Me duele la cabeza y dudo si tengo fiebre. Los termómetros de mi infancia eran de mercurio. En cambio, el que me voy a poner bajo la axila es digital. Una pantalla indica los grados del cuerpo. Mi primer intento es fallido, igual que el segundo. Entonces pienso que el termómetro no funciona, pero el problema lo tengo yo porque no me he colocado el sensor donde debía.

Aprieto el brazo contra el costado y espero cinco minutos. La temperatura es de 36.7 grados. No tengo fiebre.

La diarrea, sin embargo, me ha acogido cariño y se resiste a abandonarme.

Me he cocinado un arroz blanco de primer plato, y de segundo he comido unas lonchas de jamón serrano con unas rebanadas de pan de molde. De postre, un plátano, como siempre. Horas después parece que tengo mejor el estómago. Seguiré con dieta blanda.  

Tengo muy frías las manos, lo que es inhabitual en mí. Mis manos suelen ser cálidas; son pequeñas y finas, con un punto de feminidad. Alguien me dijo que eran manos de pianista. Me gusta acariciar con ellas.

Los muertos se pudren en el anonimato

Me ha conmovido el artículo "Los muertos", del filósofo Gabriel Albiac, en el Abc. Sostiene que el duelo nos hace hombres. Este duelo les ha sido negado a los familiares de los muertos de esta tragedia. No hay luto verdadero. Los muertos no están, no son; los muertos se pudren en el foso del anonimato, peor que el del olvido.

La humillación de decenas de miles de muertos caerá sobre la conciencia de los poderosos que lo han permitido e intentan pasar página cuanto antes, pero los muertos no olvidarán ni perdonarán tanta crueldad y tanto desprecio.

Vista de un parque infantil precintado durante el confinamiento.

Esta mañana, mientras acababa de desayunar, ha entrado una mosca en la cocina. En realidad era un moscardón, de los que se hacen notar con un zumbido que te saca de quicio. A ese moscón, que en otras ocasiones hubiese perseguido hasta darle muerte, le he agradecido su compañía, hasta que ha volado a otras estancias de la casa y se ha perdido por una ventana abierta.

San Francisco de Asís dijo que Dios está en todas las criaturas de la naturaleza. Amar a estas criaturas es amar a Dios. Chesterton escribió una deliciosa biografía del gran amigo de los animales.

La sinfonía de los pajarillos

Yo había estado sordo al canto de los pájaros. Sólo oía el ruido y la furia del mundo. Ahora no puedo pasar sin ellos. Desde la cama los oigo cantar a primera hora de la mañana; luego paran a mediodía y vuelven a piar a la caída de la tarde. A estas horas, los gorriones componen una sinfonía que trae paz a mi espíritu. Dejo de escribir y me asomo a la ventana para verlos dar saltitos de rama en rama de un árbol. Y me acuerdo de aquel verso de Juan Ramón en su poema El viaje definitivo:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;  

Tantos años de vida y lecturas y soy incapaz de reconocer la diferencia entre el canto de un gorrión y el de un jilguero. ¡Qué fracaso! No sé nada de la naturaleza. Siempre he vivido en ciudades. De hecho soy criatura de asfalto, pero en estos días en que todo se tambalea, incluidas aquellas creencias que dábamos por firmes, me pregunto: ¿de qué sirve haber leído Hamlet si lo ignoras todo del lenguaje de las aves?

En el moscardón de la mañana y en los gorriones de esta tarde de abril he encontrado la compañía y el descanso que no hallo en los hombres encerrados en sus casas, bajo la ley del miedo y la resignación. Así continuarán, sin rechistar, mientras la autoridad incompetente no cambie de criterio.

Nos dijeron que éramos libres pero nos mintieron, como en casi todo. Libre es el pájaro que me despierta cada mañana; libre es el hombre que rechaza los collares del Estado y de la sociedad que aplaude sus arbitrariedades.

Soy un afortunado por contar con la amistad de estos gorriones. Espero que nunca me ocurra como al prisionero de aquel romance medieval, que maldecía a un ballestero por haberle matado a una avecilla que le cantaba al alba, y sin ella "ni sé cuando es de día / ni cuándo las noches son".  

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