Tuve la gran fortuna de no estudiar bajo los techos de un barracón, escombros del desecho fermentado por el mixto del ladrillo y el cemento en plena burbuja urbanística de la valencia californiana. Al barracón le llaman centro escolar, resulta infame escucharlo, ciega la vista leerlo. Las aulas prefabricadas siguen en pie. Los alumnos valencianos estudian en ellas. Les estoy muy agradecido a mis padres por el esfuerzo y tesón dedicado en mi educación académica. Por desgracia no pueden decir lo mismo muchos de los estudiantes millennials que han cursado los estudios, bajo el umbral de latas de sardinas levantadas en etapa de bonanza económica y prolongada hasta la era del botánico. Fui a la EGB, cursé primaria en el colegio de los Hermanos Maristas. El centro escolar está ubicado en el número 45 de la calle Salamanca. La frondosa vía de vasta arboleda es estrecha de principio a fin. Custodiada por dos veteranos de la política española y valenciana, Cánovas del Castillo y Peris y Valero. El colegio hace chaflán a la Parroquia del Santo Ángel Custodio. La calle Salamanca está respaldada por la hojarasca de viejos edificios de bella arquitectura.
Han pasado los años, y al pasear por ella, en mi memoria, visualizo locales de solera como los recreativos Alfa y Gama, la cafetería Zorba’s, o el Lili Marlen, ruta de peregrinación desde el principio en Marqués del Turia hasta el final del trayecto. Nuestra Señora del Loreto centro educativo sella la calle. Una manzana separa a ambas escuelas. Viví el apartheid escolar de la división de sexos, los curas a un lado, las monjas al otro. El olor a txistorra no se ha desvanecido. En uno de los chaflanes se ubicaba el Bar Iruña, pequeña tasca de origen navarro, hoy desaparecida. Uno nunca olvida los ratos allí vividos observando desde la atalaya la ristra de ajos o las fotos de Miguel Induráin. El sabor de los chipirones en su tinta sigue perenne, el olfato nunca se pierde, el paladar tampoco. Por aquel entonces Maristas centro educativo era privado, se abonaba la mensualidad en costosas pesetas y no existía concierto alguno con la Administración Pública. El Bachillerato también lo estudié en las aulas de las tres violetas por eso soy valenciano, y me solidarizo con la tesis de Max Aub, suscribiéndome a la célebre frase de “mi patria es mi infancia” del poeta Rilke. No pase frío en las aulas del edificio levantado por la obra del beato Marcelino Champagnat..
Leí a mediados de los noventa la obra del profesor universitario Noam Chomsky, había terminado lo estudios del curso a la orientación universitaria. Chomsky me enseñó a pensar libremente. Me sorprendió mucho en uno de sus libros, “La (des)educación”, la conversación mantenida con Donaldo Macebo a propósito del caso David Spritzler. El estudiante de la Escuela Latina de Boston de doce años de edad tuvo que afrontar un expediente disciplinario por negarse a pronunciar el Juramento de Fidelidad. Al joven le parecía “una exhortación hipócrita al patriotismo”.Macebo se preguntaba de como un niño de doce años de edad, detectaba la hipocresía existente del Juramento, mientras no lo hacían profesores o responsables educativos del centro. Ha comenzado el curso escolar valenciano mejorando los ratios de estudiantes cursando su formación académica bajo los pilares de los infames barracones, pero no es suficiente. El curso deportivo también ha echado a rodar y al otro Marcelino, que ha dejado una buena obra para la historia del club valencianista ha sido despedido por no jurar fidelidad eterna a la oligarquía asiática. No es lo mismo educar para la libertar que exigir libertad en la educación. Gracias Marcelino.