La realidad es que pertenecemos, afortunadamente, a la UE. Aceptemos este hecho positivo y no echemos la culpa de nuestros errores a los demás
Entre las muchas carencias programáticas detectadas en la última campaña electoral, se encuentra, de manera muy destacada, la ausencia casi absoluta de referencias a la Unión Europea y a las limitaciones que ello implica a la hora de detallar, de manera realista y responsable, las distintas propuestas políticas. Y otro tanto ocurre ahora, cuando de lo que se trata es de fijar un programa de gobierno realizable, sea cual sea la opción ideológica que finalmente consiga encabezar éste.
O sea, que da la impresión de que para una gran mayoría de los partidos políticos españoles, pertenecer a la UE no es más que una simple anécdota sin importancia, y que los verdaderos problemas de fondo de la economía española pueden solucionarse en gran medida, con medidas políticas de carácter interno. En realidad, suelen sugerir casi todos, a Europa solo hay que ir, en todo caso, para solicitar un alargamiento de los plazos de cumplimiento de las condiciones del déficit público. En resumen, que nos acabamos comportando como invitados a un club, del cual somos, sin embargo, socios de pleno derecho.
"Esta visión tan española, de que la UE, y muy en particular, la Eurozona, elimita nuestras opciones de desarrollo, no solo es una falacia, sino que nos aboca a la melancolía"
Esta visión tan española, de que la UE, y muy en particular, la Eurozona, es una especie de agente externo que limita nuestras opciones de desarrollo, y que, especialmente en tiempos de dificultad, supone un freno considerable a nuestra capacidad de crecimiento, no solo es una falacia en toda regla, sino que nos aboca inevitablemente a la melancolía.
Para empezar, el país entero optó en cierto momento del proceso histórico (1986) por incorporarse a la UE con todas sus consecuencias; al igual que lo hizo a la Eurozona, a finales del S. XX. Y resulta que cuando uno se asocia a un club, no solo se compromete a cumplir con las reglas decididas por la mayoría, sino que también lo hace a participar en la elaboración de éstas. Y, además, como ocurre con la Constitución de los países democráticos, existen reglas para cambiar las propias reglas. De modo que los posibles desacuerdos, o las reformas que se de deseen proponer, deben dirimirse en el seno del propio club; en el supuesto de que uno asume el principio de lealtad que debe regir en toda organización.
El hecho de que, desde la época de Felipe González, los dirigentes políticos españoles hayan abdicado de su responsabilidad en la definición e instrumentación de las grandes políticas europeas, desde el propio corazón de la UE, no es más que el reflejo de la negligente ausencia de criterio de tales dirigentes, incapacitados según parece para hacer valer el indiscutible peso que debiera tener nuestro país en los órganos de decisión de aquella. Para, eso sí, utilizar después el recurso fácil de responsabilizar al resto de los socios de nuestros problemas, y, de paso adoptar un papel subordinado y pedigüeño sin fin para salir del atolladero en el que nosotros mismos nos hemos metido.
Convengamos que esto no es serio. La realidad es que pertenecemos, afortunadamente, a la UE, y, además, compartimos moneda con 17 de los países que la componen. Y esto, se mire por donde se mire, ha sido bueno para la economía española. Cierto es que no son pocos quienes siguen viendo un grave problema para la autonomía política de los estados la imposibilidad de manejar la política monetaria, o de modificar el tipo de cambio, pero no debe olvidarse que ha sido esto mismo lo que ha obligado a desligar el patrón de crecimiento de la economía española de aquél comportamiento sincopado y recurrente que llevaba desde la inflación a la devaluación, pasando por el aumento de los costes de nuestras empresas, y de nuevo, a la inflación … y así una y otra vez.
La creación de un área de moneda única, siguiendo el “modelo alemán”, supuso la ruptura del modelo, obligando a las distintas economías a crecer a través de la productividad y no desde el manejo de magnitudes nominales o recetas monetarias simples. El hecho de que hayamos sido incapaces de afrontar con valentía este hecho y haber apostado en serio por un modelo productivo basado en el valor añadido, el conocimiento y la innovación, no resta un ápice a la idoneidad de dicho modelo de crecimiento.
Aceptemos, pues, nuestros errores, apostemos con decisión por un nuevo proyecto económico para este país, y volvamos a participar en las decisiones de la UE donde hay que hacerlo: en sus órganos e instituciones. Y si se considera necesario un cambio de rumbo (que lo es, y mucho) búsquense alianzas y modifíquese éste. Lo que no vale es echar la culpa a los demás, añorar los viejos tiempos fuera del Euro, o estar apartado de todo, y luego ir allí a exigir lo que no hemos sido capaces de solucionar por nosotros mismos. Que así sea.