El pasado viernes, el Consejo de Ministros abordó la primera fase de la aprobación del anteproyecto de ley de reforma educativa que supondrá la modificación de la Ley Orgánica de Educación (la llamada “LOE”, aprobada en 2006 por un gobierno socialista) y la derogación de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (la llamada “LOMCE”, aprobada en 2013 por un gobierno popular).
España ha tenido desde 1970 siete leyes educativas y el gobierno de Pedro Sánchez parece empecinado en protagonizar una octava pese a no disponer de los respaldos parlamentarios necesarios, ni siquiera, para aprobar los Presupuestos Generales del Estado.
Los continuos cambios en el sistema educativo son fuertemente criticados por la ciudadanía y trasladan la polititización de un sector que debería ser ajeno a luchas partidistas y tentativas de adoctrinamiento en las aulas.
Sin ánimo de eludir responsabilidades, es oportuno recordar que la LOMCE ha sido la primera ley educativa del PP que ha desplegado sus efectos, ya que la ley educativa aprobada por José María Aznar en 2002 no entró en vigor al ser inmediatamente derogada por un Real Decreto Ley a la entrada del gobierno Zapatero.
La LOMCE no fue una nueva ley como tal sino una modificación de la ley orgánica aprobada por el PSOE en 2006, que siguió en vigor en gran parte de su articulado. Los itinerarios personalizados para combatir el abandono escolar temprano y alcanzar mayor éxito educativo, el fomento de la F.P y la evaluación externa objetiva del nivel académico de los alumnos por parte del Ministerio de Educación en las distintas autonomías fueron algunos de sus rasgos más destacados (además de los motivos que ha dado el gobierno de Pedro Sánchez para derogar la ley).
Desconfío de un gobierno que deroga una ley educativa vigente sin tener asegurados los consensos oportunos para aprobar una nueva y que, por otro lado, rebaja el control del Estado sobre las autonomías en materia educativa al laminar la prueba externa objetiva de nivel académico. Precisamente, las grandes diferencias de nivel entre alumnos de distintas Comunidades Autónomas y la necesidad de combatir el adoctrinamiento en las aulas son dos de los principales problemas que actualmente acusa nuestro sistema educativo. Si me lo permiten, no esperaba ni más ni menos de Pedro Sánchez.
En España los nacionalismos han cimentado sus proyectos políticos con un control férreo sobre el ámbito educativo, convirtiéndolo en el eje principal del autogobierno, y amurallándolo como terreno en el que no cabe negociación. Contrariamente a lo que hace el PSOE con esta nueva cesión a determinadas ideologías, considero que conviene reforzar las competencias del Estado en materias educativa atajando el adoctrinamiento en las aulas y el mal uso de las competencias transferidas por parte de algunas autonomías.
Creo en un pacto en materia educativa, por descontado. Entiendo que nuestro sistema educativo no puede quedar al albur del gobierno de turno pero para eso debemos definir las cuestiones más importantes y centrar el debate. Y, no sé ustedes, pero yo no he escuchado las líneas principales en las que basa este gobierno su nuevo proyecto educativo.
Debemos apostar por la innovación para alcanzar una educación por competencias. Conviene apostar por programas educativos de inmersión en inglés, de mejora de las competencias en STEM y de reducción del abandono educativo temprano con clases de refuerzo gratuitas para alumnos de la pública y de la concertada.
Conviene que reflexionemos la conveniencia de activar un MIR educativo, elevar la nota de acceso a la formación docente y mejorar la formación inicial y continua del profesorado. La apuesta por la calidad debe ser clara en el diseño de una estructura educativa de éxito.
La libertad de las familias para elegir la educación de sus hijos y la lengua en la que deben ser educados debe ser incuestionable. La libertad no se cuestiona, y tampoco se retuerce para impedir un derecho constitucional.
La escuela concertada no goza de privilegios que hay que revertir: la inversión por alumno y año en la enseñanza pública es más del doble que en la concertada, y, en cifras globales, se destina cuatro veces más de presupuesto e inversión diaria a la enseñanza pública que a la enseñanza concertada. Dignificar la educación pública es perseguir que sea elegida libremente por su calidad frente a otros modelos de enseñanza; no como única opción.
Conviene dejar atrás los prejuicios de una izquierda anclada en los años ochenta en materia educativa y conviene no ceder frente a aquellos que pretenden hacer de la educación un instrumento de ingeniería social.
Con la complicidad del PSOE de Ximo Puig, hoy la educación valenciana está en manos de la ideología más radical y el sectarismo de quien cree en una escuela de pensamiento único. La educación pública ha sufrido severas carencias y la concertada ha sufrido una persecución irracional, ilógica, ideológica e injustificada. La imposición lingüística ha dejado a cerca de 60 municipios valencianos sin colegios públicos con línea en castellano, el aprendizaje del inglés ha sido relegado para quien pueda pagárselo y del abandono educativo ni se habla, porque no preocupa. Comprenderán mi desazón.
En los próximos meses los políticos hablaremos de muchas cosas, yo les invito a observar lo que plantea cada uno en esta materia pues el futuro de nuestro país y de sus hijos depende de ello. Si me lo permiten, les diré que la educación, la buena educación, debe marcar la diferencia.
¡Feliz Navidad!