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la encrucijada / OPINIÓN

La buena política, la mala y la antipolítica

16/03/2021 - 

Realpolitik: un término usado en la época de Willy Brandt, cuando el político alemán abrió vías de relación con la República Democrática de Alemania, dulcificando la Guerra Fría en beneficio de sus divididos compatriotas. Como otras decisiones que han desafiado el statu quo, la Realpolitik mostraba la parte noble de la política; la que, según Aristóteles, ocupa el primer lugar entre las ciencias prácticas que permiten al ser humano un modo apropiado de comportarse en comunidad desde el ejercicio de la libertad.

La decisión de construir un embrión de unión europea, adoptada poco después del final de la II Guerra Mundial, cuando el odio todavía se encontraba condensado en los países contendientes, señala otro ejemplo de profundo y constructivo desafío político. Como lo fue la Transición política española. Como lo ha sido, hace muy poco, la visita de Francisco a Irak y las diversas acciones que, a lo largo de siglos y décadas, han conducido a la venida de las libertades democráticas o a la concertación frente a los grandes riesgos con que el ser humano pone en riesgo su existencia.

La buena política se caracteriza a menudo por ese contenido provocativo, anti-intuitivo y arriesgado que pretende abatir murallas de incomprensión; que hace pedagogía entre los ciudadanos de valores cooperativos opuestos al rechazo del otro. Por contra, la mala política es aversa al riesgo, quietista, de grandes palabras y escasos hechos, resistente a la crítica, subordinada a poderes externos empeñados en la conservación de sus privilegios. Una política inercial o, como mucho, reactiva, cuando se produce una situación que exige respuestas ineludibles.

Por debajo de la mala política se sitúa la antipolítica. La que decide sobre la cosa pública desde la exclusiva valoración táctica, tomando como guía de fe las encuestas de opinión. La que piensa en sí misma como referente único de sus estrategias. La que subvierte los fines para los que las normas fueron aprobadas, usando éstas como pantallas protectoras del fraude legislativo. La que usa los bienes públicos para facilitar la atracción del opuesto o el sembrado del clientelismo. O bien la que sustituye la discusión razonada por la incitación al odio y a la reacción visceral de la ciudadanía. En la mala política se cometen errores de alcance, inacción y evitación que lesionan el interés general. En la antipolítica, se desdeña este último y, con él, la obligación de decidir, libre y sabiamente, lo que conviene en cada momento a la totalidad o mayor parte del pueblo.

Sin embargo, pese a lo que debería ser su exilio del foro público, han sido las artes de la antipoítica las que han emergido en los últimos días con todo su triste esplendor. Mociones de censura, disoluciones preventivas de parlamentos regionales y ese vomitivo transfuguismo que, en su día Madrid denominó “Tamayazo” y que, en nuestra Comunitat, conocimos como “Marujazo”. Maniobras disolventes de la adhesión ciudadana y brutales manifestaciones de insensibilidad en tiempos de pandemia. Cuando se está experimentando un doble impacto, sanitario y económico, que ha desfallecido las fuerzas y los ánimos de nuestras sociedades; cuando nos encontramos todavía sumergidos en el pozo del miedo, esperando aferrarnos a la esperanza de la vacunación masiva para abandonar la oscuridad, las troneras de Madrid y Murcia expelen nubes de lucha que no guardan relación alguna con las prioridades de la gente. Valle-Inclán encontraría ahora inspiración ilimitada para sus esperpentos. Goya, para sus pinturas negras, aunque el grito de Munch tampoco desentonaría ante la inhumanidad que supone cultivar la miseria política cuando millones de ciudadanos esperan empatía y altura de miras de sus representantes y gobernantes.

FOTO: EFE

La Comunitat Valenciana se encuentra fuera del ojo del huracán pero, no por ello, podrá aislarse plenamente del presente tornado político. Primero, porque las embajadas y los medios de comunicación del resto de Europa dispondrán de una nueva oportunidad para dudar sobre la sensatez de lo que sucede en España, sin matices sobre sus diferentes realidades territoriales. Segundo, porque ya se encargarán los medios de la capital del Reino de intoxicarnos con las innumerables distracciones y miles de chismes que allí se cocinen para agudizar los enfrentamientos entre próximos y lejanos. Tercero, porque existe la posibilidad de que los intrigantes de aquí metan la cuchara de la especulación en los protagonistas e instituciones locales susceptibles de confrontaciones similares a las de Madrid y Murcia.

Ante esos posibles vuelos de agoreros, es necesario que la serenidad y la inteligencia de la buena política se mantengan en las instituciones valencianas. Que se ponga coto a los brujos de ocasión que, en momentos como los actuales, desempolvan sus aspiraciones de prosperar soplando tentaciones desestabilizadoras. Si en otros lugares quieren disfrutar de sus enajenados aquelarres, aquí existe aprecio por esa buena política que conoce cuál es el tiempo de gobernar y cuál el de bregar limpiamente por el espacio político.

Ahora, estamos en pleno desarrollo del primero porque jamás nos habíamos enfrentado a la inmediatez y dureza de los cataclismos pandémicos; porque se nos presenta una oportunidad única de influir activamente en la superación de los frenos que han amortiguado nuestra prosperidad colectiva en los últimos decenios; porque tenemos el derecho y el deber de demostrar que la manipulación de la verdad, la evitación del qué hacer y cómo hacerlo usando argumentarios vacíos y el uso del poder como objeto de dominación, son evitables y merecen evaporarse por la tubería de los gases tóxicos.

Es momento de abstraerse de sucesos zafios y de recordar que la Comunitat Valenciana no es, en ningún caso, una anécdota de los paisajes español y europeo. Cinco millones de personas, - igual o más que Irlanda, Noruega y Finlandia-, son suficientes para diseñar y seguir vías que nos conduzcan al escaparate de la mejor Europa. Con objetivos innovadores, eficaces y cooperadores que contradigan la idea foránea de una España homogénea y antigua, renuente a mejorar el ritmo y bondad de su historia. Sólo falta lo que parece más fácil, pero no siempre lo es: que nos creamos, de una vez, que los valencianos no somos forzosos segundones de la España establecida que se aferra a sus cortas ambiciones y plúmbeas rigideces mentales. Todo lo contrario: podemos ser su revulsivo, podemos ser los impulsores de la España que todavía se resiste a encajar en la Europa más valiosa del siglo XXI. La España de la buena política.

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