VALÈNCIA. Con la apertura de la Galería de las Colecciones Reales, Madrid y sus alrededores se consolidan como una de las áreas con un patrimonio más rico de toda Europa, lo que es lo mismo que decir “del mundo”. Además, dentro de la propia ciudad, equilibra la balanza al consolidar un nuevo eje patrimonial situado en el Oeste la capital, (de hecho ya se le ha bautizado como el “Eje Oeste”) y conformado por el Palacio y Teatro Real, las Descalzas y la Encarnación, el Museo Cerralbo, San Francisco el Grande o el templo de Debod, y desde hace unos días la impresionante Galería, entre otros espacios menores, para hacer frente, en buena lid, al llamado “paseo del arte” en el que se concitan tres de los grandes museos de nuestro país, entre ellos la mejor pinacoteca del mundo. La modernidad discreta, limpia, de la Galería no exenta de una mirada al clasicismo en unos muros que en realidad no existen como tales y sí un ritmo constante de infinitos retranqueos que se proyectan hacia el cielo, contrasta desde la sobriedad con la opulencia sin miramientos del imponente Palacio Real y la extravagancia de la catedral de la Almudena.
El acceso siendo majestuoso se muestra discreto, y una vez en su interior se nos esconde que vamos a iniciar un gran descenso conforme vayamos visitando las tres inmensas estancias que conforman la galería, situadas en cotas por debajo de la cero en la que se sitúa el vestíbulo, puesto que el edificio es una continuación de la cornisa que apoya en la orografía del lugar, y que se asoma a la Casa de Campo y más allá a la inmensidad del Pardo con el telón de fondo de la Sierra de Madrid. Un edificio que como un cofre mira hacia dentro puesto que su observación no es fácil desde la gran ciudad histórica sino desde los límites exteriores. El proyecto firmado por Emilio Tuñón y el fallecido Luís Mansilla en los albores de 2002, presenta, sin embargo, una actualidad insultante y ya, desde su propia concepción tiene vocación de intemporal. A pesar de sus dimensiones y la calidad de los materiales empleados, se trata de un contenedor que cede el definitivo protagonismo al contenido y al “espíritu” que inspira un proyecto que por diversas circunstancias se ha prolongado en el tiempo más de lo que sería admisible. Una construcción que no pretende epatar con el maravilloso programa expositivo, en definitiva, un lugar que no distrae de lo verdaderamente importante pero que a su vez nos envuelve en un espacio arquitectónico singular e irreprochable conectando con maestría la grandeza de los siglos imperiales con el presente continuo.
El edificio, agazapado tras ese indescriptible delirio historicista que es la catedral de la Almudena, la pude visitar con la mejor cicerone posible, que me fue relatando mil y un entresijos de la colección. Es inevitable evocar a las llamadas wunderkammer o kunstkammer de finales del siglo XVI y XVII, que venían a ser unos grandes armarios en los que su propietario depositaba cuidadosa y selectivamente objetos y especímenes de la naturaleza y también provenientes del talento del hombre, bajo los criterios personales del propio coleccionista, pero que, en general, se movían entre ese camino que va de la belleza y a la fascinación que provoca la rareza de lo hallado. En la Galería se puede disfrutar de toda la variedad de técnicas y disciplinas artísticas que quepa imaginar que van desde las más académicas a otras más bizarras y extravagantes, incluso piezas que nunca fueron elaboradas para ser tenidas como obras de arte, pero que sus destinatarios eran de tal relevancia que fueron fabricadas por las mejores manos y cabezas del momento. Pintura, escultura, tapices, armería, mobiliario, objeto de mesa, libros y papel, instrumentos musicales.. y un largo etcétera. Una de las tres grandes salas estará dedicada a una exposición temporal que en el período inaugural lo es a los fabulosos carruajes que integraban la colección real.
La Galería dirigida por Leticia Ruiz (Santander, 1961) quien fuera, hasta su nombramiento, jefa de departamento de Pintura Española del Renacimiento del Museo del Prado, está conformada por obras de arte que provienen de Patrimonio Nacional, que fueron en su día propiedad de la corona pero que lo son hoy día de todos los españoles, tiene vocación de ser un museo en continua mutación, puesto que la inmensa colección de bienes muebles depositados en los edificios que integran el Patrimonio Nacional es tal que, salvo una parte que posiblemente forme el corpus esencial entorno al que gira la colección y que permanecerá inamovible, el resto serán piezas que podrán volver a sus lugares de origen o, al contrario, ingresar en la galería para dar una nueva escritura al itinerario.
A pesar de no ser una visita corta si uno atiende, como merecen, a cada una de las obras expuestas, el cansancio no hace acto de presencia y ciertamente uno se queda con ganas de más, posiblemente por el factor sorpresa que tiene tanto las piezas expuestas en sí como la excelente museografía a cargo de Manuel Blanco (que en cierta forma me recuerda a la empleada en el Museo Arqueológico Nacional), en unos casos más sorprendente, en otros más convencional, el empleo de soluciones imaginativas para mostrar el tesoro, o la innovación a la hora de su exhibición. Habiendo un hilo conductor museográfico que no se altera, cierto es que cada hito está tratado con dignidad individual para que la experiencia visual sea la mejor posible.
Visitar la Galería de Colecciones Reales es de esas experiencias sobre las que no conviene hacer mucho spoiler (ni siquiera daré nombres), y así dejarse seducir desde la sorpresa y el descubrimiento. Si insisten les puedo adelantar que la selección está presidida más por criterios de calidad que de cantidad, donde el horror vacui ha hecho mutis por el foro, y no se ciñe a elegir entre el vasto patrimonio existente en los palacios y conventos que integran Patrimonio Nacional entre lo más espectacular y grandioso, que lo hay también, sino establecer una coherencia logrando las obras se refieran unas a otras sin salirse del relato. Como me hacía ver agudamente mi cicerone hay instantes en que la misma armadura de Carlos I, que ocupa el centro de una sala, aparece en un retrato de cuerpo entero situado frente a ella y, a su vez, en un extraordinario tapiz flamenco que viste un lateral y en el que el emperador va ataviado con la susodicha. Dada la variedad del exquisito menú, les invito a que con quien les acompañen, o con ustedes mismos, jueguen a elegir qué atesorarían, si pudieran, para su particular cámara de las maravillas. Yo, aunque el nivel de toda la colección ya se lo pueden imaginar, me quedo, sin duda, con el incalificable, por maravilloso, políptico de la vida de Jesús, obra de Juan de Flandes que pintó a finales del siglo XV para el uso devocional privado de la reina Isabel la Católica y del que afortunadamente todavía nos quedan quince obras que se han reunido por primera vez y que dan inicio a la visita por todo lo alto. Un conjunto de una belleza que me perseguirá toda la vida, pero saber que ahí están, a un par de horas de València, para el particular disfrute, me produce una extraña sensación de bienestar.