Michael Landon comenzó a labrarse su reputación de buenazo oficial del mundo televisivo con este western familiar donde no había ni pistolas ni rifles, sino todo lo contrario
VALÈNCIA.-La prehistoria de las series —es decir, cuando las series no eran más que televisión y todavía no podían considerarse como una suerte de novela audiovisual o de cine preparado en porciones— da mucho juego. Héroes, estereotipos, alegatos de toda índole. En esta sección llevamos revisados unos cuantos casos, pero ninguno ha podido superar el efecto lacrimógeno de La casa de la pradera. Su episodio piloto se estrenó en la primera cadena de TVE en la programación de noche dominical, pero los siguientes capítulos pasaron a ocupar las sobremesas del mismo día.
La serie llegó unos meses antes de que muriera el dictador Franco y pasó a formar parte de un menú familiar que empezaba a replantearse sus ingredientes habituales. Se puede decir que con La casa de la pradera se cerraba una etapa, o al menos esa lectura podríamos darle en España, donde asistimos a sus enseñanzas éticas a la vez que recuperábamos la libertad.
Y no pudo haber una pieza más extraña en la cultura popular de esos momentos que aquella familia habitante de la mentada casa campestre, los Ingalls, que se debatía entre la beatitud y la osadía. Todavía hoy cuesta trabajo discernir si bajo aquella carga de moralina había algún brote contestatario, algún atisbo de pequeña revolución que no consistiera en poner la otra mejilla. No era fácil percibirlo entonces y puede que ahora tampoco lo sea. Las lágrimas no dejaban ver mucho más.
Todo empieza el día que el productor Ed Friendly le propone al actor Michael Landon una alternativa a las series de vaqueros que tan populares habían sido en la pequeña pantalla. Landon venía del elenco de la inmortal Bonanza, donde había encarnado al pequeño de los hermanos Cartwright. Friendly le enseñó su idea y Landon aceptó dirigir el primer episodio, pero también le propuso escribir los guiones y protagonizar la serie. Fue así como el actor se convirtió en Charles Ingalls, el abnegado padre cuya familia se asienta en el pueblecito de Walnut Grove para poder ganarse la vida con honradez y de buen rollo. Charles no está solo en su empeño.
Su mujer Caroline (Karen Grassle) y sus hijas mayores, Laura (Melissa Gilbert) y Mary (Melissa Due Anderson) —suponemos que a la pequeña, Carrie, no le quedará más remedio que hacerlo también en cuanto crezca un poco—, reafirman constantemente su actitud cristiana. No hay maldad humana ni adversidad terrena que pueda hacer que la familia se desvíe del camino de la bondad. No importa lo maniqueo que pueda llegar a resultar ese concepto en la serie. Los Ingalls afrontaron enfermedades y plagas, sufrieron la mezquindad de los demás y se las apañaron para sobrevivir nueve temporadas en pantalla, hasta 1983, cuando la serie ya padecía agotamiento crónico.
La casa de la pradera está basada en las novelas autobiográficas de Laura Ingalls Wilder, que murió en 1957. Sus libros cuentan en primera persona las odiseas de los primeros colonos de Estados Unidos durante el siglo XIX. A Landon y a la productora les apetecía destacar especialmente los valores más blancos de dicha epopeya familiar: trabajo, honestidad y sacrificio. Así que se escribió una versión libérrima de aquellos libros, eliminando los aspectos más conflictivos de los textos originales que, a su vez, ya habían sido censurados para lograr un mayor impacto entre el público. No sería hasta hace unos años que, al publicarse la autobiografía de Laura Ingalls, Pioneer Girl, saldrían a la luz los aspectos más negros de aquella historia en la que un incansable ángel de la guarda se preocupaba de que Dios no se excediera más de la cuenta a la hora de apretar a los Ingalls, que vivían muy cercanos a la asfixia.
El primer golpe de efecto fue la ceguera de la hija mayor, Mary, que llegaría tras pasar por una escarlatina. Los guionistas nunca se lo pusieron fácil a Charles y los suyos, y menos mal que los abusos sexuales, crímenes y demás bocados de realidad que se narraban en la historia original no aparecían en la serie ni de lejos. Aquí la clave era la bondad entendida como un valor puro. Hasta la repelente Nellie, hija mayor de los tenderos Oleson, acabaría redimiéndose con los años. Después de muchos capítulos haciéndole la puñeta a las chicas Ingalls, pobres y obreras en contraposición a su posición de señorita bien, Nellie y su también insoportable hermano pequeño acabarían eligiendo el camino del bien.
Mientras tuvo vigencia, el sueño americano fue así. E incluso daba para que, años después, Alison Arngrim, la actriz que encarnaba a Nellie, escribiera un libro titulado Confesiones de una zorra de la pradera: Cómo sobreviví a Nellie Oleson y aprendí a amar que me odiasen. Porque es cierto, no hubo criatura televisiva más odiada que Nellie, cuyas repelentes artimañas agriaban el postre a más de uno. J.R. Ewing, que llegó poco después, era un cabrón, pero te seducía. Nellie había sido creada para ser detestada.
La casa de la pradera (que bien podríamos haber rebautizado como La casa de la plorera) es una serie que todo el mundo conoce, incluso si no llegó a verla en su momento. En la década de los noventa, Tele 5 volvió a emitirla con éxito; hoy no pasaría el filtro de la corrección política ni el proceso de revisión y actualización de determinados valores. No obstante, hay quien le otorga esos méritos que en su momento las lágrimas tampoco nos dejaron ver.
Teniendo en cuenta lo conservadora que era la televisión americana, se alaba que sus tramas hiciesen hincapié sobre el racismo, las adicciones o el alcoholismo, así como en que se hablara abiertamente de adopción —a lo largo de los años, los Ingalls llegan a adoptar a cuatro huérfanos—, un tema entonces tabú para dicha sociedad. Quizá la ausencia de empatía de la señora Oleson y su hija sería hoy vista como una crítica al neoliberalismo. Quizá incluso el talante solidario de un obrero como Charles Ingalls podría ser visto como un alegato propio de esa nueva izquierda preocupada por un reparto más justo de la riqueza. O quizá no. Pero seguro que darían para un airado debate en las redes que todo lo enredan.
Tras la cancelación de la serie, Landon optó por explotar su lado buenrollero conduna nueva serie en la que encarnaba a un ángel de prácticas, que tenía que aprender a ayudar a los humanos. Todo lo que podía salvar de la quema a La casa de la pradera se convirtió aquí en combustible altamente inflamable. Edulcorada y lacrimógena hasta lo cansino, la serie triunfó por los mismos motivos que triunfaron muchas series de los años ochenta: por excesiva.
* Lea el artículo completo en el número de mayo de la revista Plaza