En los últimos tiempos sigo atento a la evolución del mantra que nos convence de que, “a este paso, nadie va a querer entrar en política”. Al unísono cabalgan en ese lugar común todo tipo de realidades. Hay delitos y faltas, investigados por capricho, causas desestimadas, condenados a años de cárcel y, en definitiva, un catálogo demasiado abierto y genérico (aunque cromáticamente de lo más plural). Porque hay veces en las que uno duda y cree que sí, que quizá más allá de la presión pública y de la tensión constante por exposición que va en el cargo, a quién le debe apetecer a estas alturas meterse en política.
Mi interés por el estado de las cosas me ha llevado a preguntar por el asunto a algunos políticos durante los últimos meses. Más bien talluditos. Dicen que lo de la vocación pública les da risa y que mejor buscar otras causas para comprender a quien hoy esté en el ajo. Entre todas, hay una respuesta que, no siendo la más habitual, parece clarificar algo: “hay gente que después de haber comido mierda en bote durante años para progresar dentro del partido, de juventudes y de lo siguiente, al final ya aguanta porque de alguna manera creen que sería algo así como traicionar demasiado a su pasado y a su esfuerzo hasta la fecha. A veces, incluso a su familia”. No es una cita textual, pero sí una reflexión extendida.
Para el resto de los mortales el chascarrillo queda a modo de comentario de taberna y solo abunda en el descrédito de la política en el que estamos sumidos. Mientras, el clima mediático y la prisa de los días no nos permiten valorar si el esperpento de Rufián, Borrell, Tardà y Pastor esta semana en el Congreso es lo más grave que hemos visto en la cámara (o qué). Desde luego que para lo que ha servido es para que dejemos de hablar de una de las cosas más graves que se puedan recordar en la democracia española: la evidencia de la no separación de poderes del ya mítico WhatsApp de Cosidó. Eso y la renuncia de Marchena, ensalzada por distintas asociaciones de jueces sin la mínima vergüenza como para aceptar que la dimisión no hubiera llegado de no publicarse el mensaje (en El Español, por cierto), ¿o sí?
Pero la bola de nieve no se detiene de momento. Solo se hace grande. Y la sospecha de si desde la tribuna analítica nos exacerbamos al increpar a los políticos me hace permanecer más atento a sus movimientos en busca de la empatía. Quiero saber porqué se la juegan y tal. Luego, de repente, llegan las leyes y se me acaba la mecha. Veo que la realidad entre política y pueblo no es simétrica. Podemos coloca a sus vocales en el conchavamiento máximo del Consejo General del Poder Judicial y, como quien no quiere la cosa, resulta que los partidos políticos han quedado exentos de tener que pagar el dichoso impuesto hipotecario (ni lo pagará la banca ni lo pagarán ellos) y, por si esto fuera poco, han incluido un artículo en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que les da una serie de derechos sobre nuestro rastro en internet que resumiré de la siguiente manera: legalizar el escándalo del uso de datos personales de Trump con Cambridge Analítica pero en España.
Empecemos por el caso del impuesto hipotecario: después de que tres sentencias en el mes de octubre (¡tres!) dieran la razón al cliente sobre el banco, el Supremo vino a pronunciarse a través de sus jueces de tributos (especializados) y concluyó que aquello lo tenía que asumir la banca de una vez por todas. Luis María Díez-Picazo, presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo no se olía la tostada –dicen que, como el presidente del Supremo, Carlos Lesmes, vivía en una especie de relajación de sus funciones continuada– y decidió que aquella sentencia había que revisarla como fuera desde el pleno del Alto Tribunal. A él y a Lesmes les comentaron que aquello que proponían era inédito en democracia, pero les dio igual. También dio igual que el bufete de abogados fundado por el padre de de Díez-Picazo y presidido por su hermano fuera el mismo que representó a buena parte de la banca en la causa de las cláusulas suelo.
Total que el Gobierno, a golpe de indignación tuitera, preparó su ley exprés para revertir el asunto y la anunció tras la también inédita sobreprotección del Supremo a la banca. Los bancos subieron en bolsa en unas jornadas de vino y rosas para los de siempre y el Ejecutivo quiso cambiarlo todo para no cambiar nada. La banca permutará el gasto que ahora se le imputa –adiós retroactividad– por donde pueda y ya veremos si con disimulo. El Gobierno hablo de “velar” porque eso no suceda, pero velar es, o bien “cuidar solícitamente de algo”, o bien “ocultar a medias algo, atenuarlo, disimularlo”. A saber a qué se referían exactamente.
Al presidente del Gobierno se le olvidó decir en una de sus contadas ruedas de prensa sobre territorio español que los partidos, por lo que fuera, quedaban exentos del impuesto. Así, la normativa que modificó el artículo 29 del texto refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados pasó a establecer que la banca pagará la tasa… a no ser que la solicite un partido político (o la Iglesia Católica, o la Cruz Ruja, o la ONCE…). No se lo van a creer, pero, una vez más, no pasó absolutamente nada.
Unos días más tarde, después de haber vivido un 2018 plagado de correos electrónicos en los que todo tipo de empresas que desconocíamos se disculpaban por poseer nuestros datos y nos pedían en un mail tipo que aceptásemos que siguieran protegiéndolos para hacer lo que buenamente quisieran (o sea, la reforma de la Ley Orgánica de Protección de Datos), resulta que por la puerta de atrás y esta semana nos hemos desayunado con que la Ley Orgánica de del Régimen Electoral General ha incluido el siguiente bis al Artículo 58 (usaré signos de exclamación e interrogación para enfatizar el drama):
1. La recopilación de datos personales relativos a las opiniones políticas de las personas que lleven a cabo los partidos políticos en el marco de sus actividades electorales ¡se encontrará amparada en el interés público! únicamente cuando se ofrezcan ¿garantías adecuadas?
2. Los partidos políticos, coaliciones y agrupaciones electorales ¡podrán utilizar datos personales obtenidos en páginas web y otras fuentes de acceso público para la realización de actividades políticas! durante el ¿periodo electoral?.
3. El envío de propaganda electoral por medios electrónicos o sistemas de mensajería y la contratación de propaganda electoral en redes sociales o medios equivalentes ¿¿no tendrán la consideración de actividad o comunicación comercial??.
4. Las actividades divulgativas anteriormente referidas identificarán de modo destacado su naturaleza electoral.
5. Se facilitará al destinatario ¿¿un modo sencillo y gratuito de ejercicio del derecho de oposición??.
O sea, que los partidos políticos podrán enviar WhatsApps, correos electrónicos y comunicaciones personales a través de redes sociales en periodo electoral a partir de los datos web que nosotros vayamos dejando como rastro en internet. O sea, lo mismo que la ley ha venido a prohibir para otros organismos y empresas con fines comerciales, resulta que de golpe y porrazo se abre de piernas a la acción -¿de veras que no es una acción comercial?- de los partidos políticos. O sea, que se abre la veda –pero solo para los partidos políticos– para la “recopilación de datos personales relativos a las opiniones políticas de las personas". O sea, que se abre la veda al gran hermano, con el apoyo de todo el Congreso para la confección de perfiles ideológicos y personales de cualquier ciudadana o ciudadano.
Y, para más cacochendo, resulta que dan la opción de oponerse al envío de según qué partido o envío, como si esa información no fuera increíblemente relevante per se para la trazabilidad del pensamiento del electorado. Una beta de oro para los partidos, espías legales o Gran Hermano pero mejorando a George Orwell que, obviamente, beneficia mucho más a las superestructuras políticas que a los partidos independientes locales. Podrán elaborar perfiles ideológicos de los ciudadanos, podrán contactar con ellos de forma privada a partir de unas garantías deliberadamente no detalladas, así que podrán enviar propaganda personalizada (basada en la filia o en el odio, que dicen que da más rédito electoral) y podrán reconocer a quién no te interesa ir a votar con tu oposición.
¿Pero en qué mundo vivimos? ¿Cómo es posible que lo que viene a proteger la LOPD genere este nicho de mercado en paralelo para unos intereses supuestamente generales, pero que solo acrecentarán el poder acumulado de los que más uso puedan hacer de es big data? Y, sobre todo, ¿en qué queda el intento de empatizar con las estructuras que pretenden que no les percibamos como la quintaesencia del mal y aceptemos lo terriblemente humanos –o sea, erráticos– que son? A esto, la Agencia Española de Protección de Datos, dado el escándalo, ha salido a hacer la misma que el Gobierno con quién acabará pagando el impuesto hipotecario: velar por. Máxima confianza.
Acudo a otra ley para guarecerme de los hechos que me superan por completo. Es la ley de la conservación de la energía y, aunque no dudo que algún día alguien la ponga en duda en el Congreso, de momento dice que la energía “no se crea ni se destruye, solo se transforma”. La casta política, que parecía enfrentarse a un juicio final antes de que acabara la década, me recuerda cada vez más a esa ley física: no se crea –solo cambia de manos– ni se destruye –ya hace el sistema por sostenerla a su favor–, solo se actualiza. Y eso es todo lo que parece que podamos esperar con el paso de los años, su sofisticación.