La ciudad nunca parece estar preparada para los domingos. Ni tampoco para el verano. Acostumbrados a recorrerla con andares apresurados nos consigue desconcertar cuando deambulamos por ella a paso de ocioso. El calor nos empuja a movernos lentamente.
La ciudad no está preparada para el verano pero está cada vez más viva. Puede que tanto como cuando los vuelos de avión o los apartamentos de playa eran ciencia ficción o un lujo al alcance de muy pocos. Aún está presente en conversaciones diarias la nostalgia de los cines de verano, los baños en la gità o los ‘viajes’ al balneario de las Arenas en un seiscientos cargado hasta los topes.
La ciudad de hoy, muy lejos de estar desierta, con la inestable convivencia de turistas y locales, ha de sobrevivir a un horario de metro de verano durante semanas donde ya no baja la demanda. Por necesidad económica, por cambios de preferencias, por la evolución del mercado de trabajo o por alguna otra razón que se me escapa, la ciudad sigue estando en verano muy activa.
Esa actividad, no obstante, se muestra flexible, y se adapta a los ritmos que comentaba al principio. Es entonces cuando ofrece posibilidades únicas. Posibilidades como las que explicaba Chema Segovia en su artículo Oda al Domingo. La ciudad, en domingo, a final de julio, o en un domingo de final de julio, abre ventanas de oportunidad increíbles para un disfrute intenso de lo urbano.
La Flmoteca d’Estiu, antes casi un oasis, se ha multiplicado en forma de otros cines de verano. Los centros culturales programan en sus espacios abiertos y la Gran Fira deValència se reivindica como un hilo de coser de la ciudad. Desde la ventana de mi despacho veo síntomas de las pequeñas reconquistas de los espacios públicos de la Marina de València para el disfrute de todos.
Aunque tengamos que trabajar durante estas semanas el clima nos echa a las calles y la bajada de velocidad hace que las usemos de manera distinta. En nuestras tradiciones encontramos un binomio perfecto entre espacio público y cultura. Un binomio que al aderezarlo con buena comida y bebida se vuelve ya imbatible.
Pero aún podemos hacer más. Aprender del éxito de la Gran Fira de València y consagrar el verano como el periodo de la experimentación urbana. Ese periodo donde la tolerancia, la permisividad y el buen ánimo permiten lo imposible. En el cruce de cultura y espacio público podemos imaginar un sinfín de conciertos, intervenciones artísticas, experimentos de movilidad, campañas de place-making, mercados temporales, deportes al aire libre, o calles para niños. Ejemplos, como siempre, hay de sobra, desde playas en ciudades sin mar a piscinas como iconos urbanos. Yo, sin irme del todo de vacaciones, me despido hasta septiembre con el ánimo de usar nuestras calles de alguna manera nueva. Y si no, al menos, me verán por València con las manos detrás de la espalda.