¿Un zumito de naranja y pomelo?
VALÈNCIA. El día de Navidad comimos en exceso: royal de foie con gelatina de Pedro Ximénez, ceviche de ostra valenciana, vieira con carpaccio de boletus, steak tartar de vaca, huevo trufado con espuma de patatas y setas, paletilla de cordero y puchero. Y de postre, brownies con cacahuetes y milhojas de vainilla.
Por la tarde llegó la culpa en forma de reflujo amargo, de esófagos como alcantarillas pobladas de ratas y bichos repugnantes. El averno y sus ácidos bullendo en el fondo de las tripas, mientras el monstruo del sobrepeso avanzaba, haciendo retumbar la tierra con cada paso. En una palabra: indigestión. No cenamos ya y decidimos hacer ayuno al día siguiente.
La redención.
Leí que el ayuno posee propiedades mágicas, puede regenerar el sistema inmunológico, impulsa a las células madre a producir glóbulos blancos para luchar contra las infecciones, regenera tejidos, desintoxica el organismo. Es la puta maravilla.
Al despertar, la idea de ayunar todo el día se me antojaba un tanto radical. ¿Un zumito de naranja y pomelo? Propuso K. Venga. Comamos fruta todo el día, en lugar de ayunar, sugerí. Y piña para comer, que es depurativa.
A media mañana, masticamos un plátano con cierta nostalgia. Hacía frío a pesar del sol. A mediodía, a la piña que teníamos asignada como menú, le añadimos una ensalada de tomate y cebolla y medio aguacate para cada uno. K se bebió el aceitito con el jugo del tomate directamente del plato, con un deleite que me pareció casi obsceno.
A las siete, intenté ponerme a trabajar un poco en el ordenador pero desfallecía, perdía masa muscular con cada golpe de tecla, me deshidrataba, estaba a punto de desaparecer como un paisaje en la niebla. Tratando de controlar el pánico, grité: "¿Y si cenamos algo sólido?" La voz de K llegó desde el salón: "¿Cena europea?"
A las 7.30 estábamos dando cuenta del jamón de bellota de Pedroches que había sobrado de la Nochebuena, de un queso fuerte que compramos en el mercado, que despeja las fosas nasales mejor que el Vicks vaporub, del foie. Empujado todo con una barrita de pan de cuarto. Pues yo aún me comería algo dulce, susurré. Y K, sin mediar palabra, bajó al horno en dos zancadas y subió con unos minicroissants de chocolate y un pastelito con chocolate fondant en el centro.
Nos metimos todo eso entre pecho y espalda, eso sí, con un gran sentimiento de culpa. Ah, lo ricos que quedan los platos aliñados con culpa.
Que el pecado es un producto selecto bien lo sabe la religión. La Navidad está hecha básicamente de pecado y culpa. Con eso se fabrican las buenas intenciones navideñas.
Y es que en el año 2018 después de Cristo- si seguirá importante Cristo que marca el tiempo con su metrónomo- seguimos celebrando su nacimiento comiendo como bestias, yo creo que para convocar a la culpa y dar paso a la redención.
Es tan fructífera la culpa. La mayoría de los regímenes se rompen por ella, la mayoría de los regímenes se empiezan por ella. Las consultas de los psicólogos están llenas de humanos convertidos en recipientes para la culpa. Buñuel no hubiera firmado sus grandes obras si no hubiera crecido en esa España ennegrecida por la represión y la culpa.
Es verdad que conviene desembarazarse de ella pero sin conseguirlo del todo.
Esa es la medida.