Se ha celebrado el aquelarre contra la contaminación, el refrigerio del clima, la cumbre de la impotencia, en la que sólo están los que menos contaminan, mientras los auténticos emponzoñadores del planeta, los únicos que podrían conseguir una desintoxicación significativa del aire, observan de reojo el espectáculo y hacen una mueca entre cínica y compasiva. Puede, como parece a simple vista, que no les importe nada el apocalipsis ecológico; aunque también es posible que se nieguen a formar parte de la bambolla hipócrita de los países que recorren el mundo firmando compromisos que luego no cumplen.
El caso es que la diplomacia medioambiental ha estado en Madrid, regalando el pellejo en las mejores posadas y llenando el bandullo en figones de alcurnia. Son los que menos pintan hoy; los que viven añorando épocas mejores; los que recuerdan cuando el clima lo hacían y deshacían ellos; los que, al igual que todos los demás, no están dispuestos a perder comba ni a pedir a sus empresas que reduzcan el volumen de negocio. Son los relegados al papel de Pepito Grillo, de conciencia subalterna que ahoga en fotos y cuchipandas el vergonzoso encajonamiento entre China y EEUU.
Las estantiguas de la vieja Europa toman asiento junto a su irrelevancia, largan discursos, aplauden como locos, embaulan el convite, se dan baños perfumados y reposan la osamenta entre sábanas de lino. Viajan con el séquito de sus mucamos, que les llevan las agendas y les abren las puertas; y a juzgar por los muchos acuerdos que rubrican y los ningunos resultados en que se traducen parece que sus correrías no tienen otro fin que gozar del servicio.
De forma que la cumbre de la impotencia, ese armatoste que montan y desmontan, a sabiendas de que no puede funcionar sin los engranajes principales, en las mejores ciudades de la tierra, es también la cumbre de la mofa, un guateque de alto copete, un encuentro anual de Peter Sellers que juegan a ser James Bond. Es un vodevil de tres al cuarto que representa siempre la escena de la indignación, de la nobleza herida y los altos ideales; una compañía de bufones que ha perdido a sus primeras figuras y sobrevive representando en los villorrios las cuatro atelanas de reserva. Es el momento de las viejas glorias del espectáculo, de los entretenedores de pacotilla, de los histriones que se fingen decisivos en asuntos para los que han sido ya descartados. China seguirá contaminando; y Rusia, y Brasil, y EEUU, y la India, y el Reino Unido. Y Europa.
Seguirán contaminando todos, pero Europa escenificará la defensa del medio ambiente, pondrá el grito en el cielo, se quejará de que no le hacen caso, aullará de rabia porque la dejan atrás, porque ya no rige los destinos de la humanidad, porque no le quedan materias primas y los lugares que solía esquilmar se las guardan para sus nuevas y florecientes industrias. La cumbre de la impotencia es el pataleo de un continente agotado; el hundimiento estrepitoso de la unión supranacional que intentó en su día como último recurso; la queja desgarrada, en forma de paroxismo panteísta, de una Europa que se atisba en lontananza como el nuevo tercer mundo.
La cuna de la civilización es consciente de su decadencia. Sabe que periclita; que los libros de historia explicarán el agotamiento de su liderazgo y el inicio de la dominación oriental. Es tiempo de naciones emergentes, de culturas expansivas, y la europea no lo es. Ha perdido estas cualidades por culpa de la molicie, de la buena vida que se ha dado en las últimas décadas, del egoísmo y el hedonismo por los que se ha dejado absorber. Ocurre, sin embargo, que todavía no acepta la situación; que grita y hace visajes, que frunce la boca y desorbita los ojos, exigiendo respeto por el clima cuando lo que de verdad está exigiendo es respeto por ella misma, por el arbitraje mundial que antaño ejerció. Un caso típico de traslación psicológica.
Europa se queda sola en la defensa de una causa que a nadie importa. Pide a los países emergentes que sientan por la naturaleza la compasión que no sintió ella en sus centurias de plenitud. Vive las consecuencias de no dar ejemplo. Y vive, además, los amargos desplantes de su ocaso. Han amadrigado en Madrid a los mequetrefes de la polución, mientras que los de la carbonilla gorda, los de la negrura global siguen espesando el aire con el humo alquitranado que arrojan los artefactos de su desarrollo.