Las cifras de la evolución del PIB y el empleo son positivas. Pero no justifican el optimismo sobre el bienestar futuro. La España de 2017 sigue adentrándose en competir a partir de bajos salarios
La etapa más brutal de la crisis que ha experimentado España en el último siglo va quedando atrás. La recuperación del crecimiento y del empleo es un hecho. Ahora bien, estos signos positivos tienen contrapartidas negativas muy destacadas. Tantas que invitan a abandonar cualquier tipo de complacencia. Es más, contemplados en su conjunto, los rasgos principales de la recuperación configuran un panorama preocupante.
Las razones son muchas, pero entre ellas destacan dos. La primera, es que la economía española sigue hoy alejada del nivel de ocupados previo a la Gran Recesión. Y la segunda, porque, como ha puesto de relieve el gobernador del Banco de España, el avance de la productividad sigue siendo muy modesto. Algo obvio, por otro lado, cuando los sectores motores de la mejora son los mismos, de baja productividad y, por tanto, de bajos salarios, que antes de 2007. Desde esa perspectiva, no cabe engañarse: estamos ante una década perdida en el esfuerzo, imprescindible para mantener y mejorar el bienestar, de alejarnos de competir en base a bajos salarios.
Las positivas cifras del empleo, siempre tan glosadas en tasas de variación (y más que lo van a ser tras la temporada turística), no pueden ocultar que el total de ocupados es inferior en más de dos millones al de 2007. Como refleja el Gráfico 1, la no recuperación del nivel de empleo no es un hecho excepcional dentro de la UE (Unión Europea). Lo cual es un síntoma de que, como sucediera en las dos grandes etapas anteriores de transformación de la economía mundial, la modificación geográfica de la creación de empleo no es homogénea en el planeta. Buena parte del viejo continente, y España de manera destacada, no se ha adaptado para ser una de las áreas favorecidas por la creación de empleo en la etapa actual de la globalización.
Dentro de esa Europa inadaptada, España ocupa un preocupante lugar: el tercero por la cola tras Grecia y Letonia. Una posición inversa a la de otros países, como –al margen de Malta y Luxemburgo– Reino Unido, Alemania o Suecia como refleja el gráfico. Lo cual debiera ser una llamada a la prudencia, al menos en dos dimensiones: para quienes tanto glosan la evolución del empleo desde 2015 y para quienes defienden sin matices que las nuevas tecnologías acaban con él, sin prestar atención a los nuevos que crean. No es necesario incorporar cifras de países de Asia, varios cientos de millones de nuevos ocupados en los últimos años, para constatar que la afirmación de que la revolución tecnológica destruye más empleos de los que genera depende de dónde.
Pero además, la insuficiente recuperación del empleo se está produciendo sin alterar las insuficiencias ya crónicas de la estructura productiva y del mercado laboral. Por un lado, los principales sectores de su creación. Hoy, como antes de 2007, vuelven a ser construcción y hostelería. El resultado es que las ganancias de productividad son modestas y, por tanto, modestas son las posibilidades de mejorar los salarios. Por otro lado, el elevado nivel de temporalidad laboral, ante el abuso de estos contratos y la falta de voluntad para modificar las normas que lo permiten.
Una de las constataciones de este segundo aspecto se refleja en el mapa elaborado por Eurostat. No es la única forma posible de reflejarlo. La elevada cifra de contratos por cada uno de los nuevos puestos de trabajo creados es otra de las caras de la misma moneda. Pero el mapa muestra la posición española en perspectiva comparada. Y, de nuevo, se constata su liderazgo dentro de la UE en el porcentaje de empleos temporales sobre el total. Los cuales como sabemos, son en su mayoría, de muy corta duración. España comparte con Polonia el dudoso honor en encabezar la lista.
Ello tiene elevados costes sociales: en la mayoría de los casos es imposible que los ingresos obtenidos permitan llevar una vida independiente integrada socialmente. Y también los tiene económicos: el abuso de la contratación temporal, entre otros efectos negativos, hace inviable fomentar el learning by doing (la formación en el puesto de trabajo) para en torno a cuatro millones de ocupados. Y este tipo de formación es fundamental para adaptarse a los cambiantes requerimientos del mundo laboral. En esos contratos el incentivo de las empresas para invertir en formación es nulo. El del formarse por parte del contratado, que sabe de las altas probabilidades de ser despedido a su finalización, también. La paciencia que se les exige a estos ciudadanos para que esperen a que su situación mejore (lo cual no va a ocurrir sin modificaciones sustanciales en el funcionamiento de la economía), es ajena a la condición humana. Sus efectos sobre los comportamientos electorales, y sociales, no, y a la vista están.
Estos dos aspectos remiten a la posición hacia la que se va moviendo España dentro del nuevo marco mundial tras la Gran Recesión. La consolidación de un mercado global ha concentrado la posición de los países en torno a dos polos. En uno de ellos, se sitúan aquellos en donde se generan las nuevas tecnologías definidas en un sentido amplio. En el otro, aquellas economías con niveles de vida mucho menores pero con una mano de obra con preparación suficiente para producir o ensamblar (de momento no idear ni diseñar) a un coste inferior la mayor parte de los bienes y servicios conocidos.
Dentro de ese contexto, el futuro de los países intermedios como España se ve amenazado por la competencia desde ambos grupos. El primero tiene mucha más productividad y todas las ventajas para idear, proyectar y desarrollar bienes y servicios de alto valor añadido. El segundo, cuenta con un coste inferior a la hora de ensamblar esos bienes o proveer esos servicios. El resultado, de no modificarse la tendencia que viene siguiendo la economía, es el deslizamiento hacia el polo cuya competitividad se basa en salarios bajos. Basarla en las actividades no deslocalizables, como la tienda o el bar de la esquina y el apartamento vacacional, implica un futuro difícil, en donde no es fácil que el bienestar de una parte reseñable de los españoles mejore o incluso se mantenga. Por desgracia, eso es lo que parece estar ocurriendo en la tan publicitada recuperación económica.