MADRID. Los funcionarios huyen siempre de sus oficinas para desayunar, tomar café o discutir ante una caña, así que gran parte de la vida social de Madrid transcurre en los bares. En ellos se maquinan las fiestas, se contacta a las celebridades o se revelan los secretos. España tiene una capital algo cutre si se quiere pero que habla. Y al contrario de lo que ocurre en Valencia, se habla en voz alta, que si bien es un indicativo de la locura, también lo es de la pasión. Quede claro que no me refiero a gritar un “yeeeee, nano”, sino a hablar claramente, y me apostara un abrigo de visón a que entienden lo que quiero decir.
La primera persona que me encuentro delante un café y una suculenta porra es a la actriz Míriam de Maeztu, que fue encarcelada junto a tres compañeros de reparto por representar La torna, de Albert Boadella: “Lo que pasa en Madrid es que hay demasiadas obras de teatro”. En efecto, la cartelera de la ciudad reparte obras como quien pega sellos en una estafeta de correos. Las hay para todos los gustos: clásicos, vanguardia, caseros, en salas minúsculas o con palco tapizado en rojo. El teatro es el nuevo negro. ¿Cómo resistirse a esa oferta que muchos valencianos vienen a ver, deslumbrados por los brillos de la metrópoli?
En el teatro Español, la actriz Carme Elías da vida en la obra Al Galope a la mítica Diana Vreeland, directora de Vogue América durante los 60 y figura indispensable de la moda. Para ella la belleza eran Twiggy, Verushka, Mick Jagger, sabía que la imperfección era lo más interesante de la belleza y convirtió los cuellos largos, el espacio entre los dientes o la delgadez en algo sexy, convirtió a estrellas como Barbara Straisand y Audry Hepburn en modelos. Adoraba el artificio, las joyas y el maquillaje por kilos: “Un poco de mal gusto es como una buena pizca de páprika. Todos necesitamos una pizca de mal gusto, es cálido, saludable, vital. Lo deberíamos usar más”. Era otra época, donde el toque de ordinariez estaba reservada a algunos privilegiados y aún no se había democratizado, como ahora.
También a causa del teatro, la que fue activa presidenta de la Academia de Gastronomía Valenciana, Cuchita Lluch, se acaba de quedar sin marido. Juan Echanove prepara la bajada a los infiernos de ese ruso que todos llevamos dentro con Los hermanos Karamázov de Dostoievsky, conocedor del alma humana cuando aún existía la conciencia de clase y no nos habían convertido a todos en un producto. En este esfuerzo tremendo y gratificante que es montar una obra, Cuchita está redescubriendo a Echanove, que ha recuperado a su vez, con estos personajes ebrios de pasión ante lo desconocido, el motivo por el cuál quiso, un día, ser actor.
No está de menos mencionar en estos escenarios teatrales del foro actuales a Vicente Marco, el escritor valenciano que me ha llevado de vuelta hasta aquí para representar, junto a la exuberante actriz Marta Valverde y dirección de Zenón Recalde, su obra de Microteatro Los hijos de puta, que también se ha representado en México y que en su primera función ha llenado en todos sus pases. No, no se la han perdido: estaremos todo el mes de noviembre de miércoles a domingo en sesión de noche. Y también la valenciana Belén Riquelme ha estrenado en el teatro Alfil el Querido imbécil. Títulos contundentes para épocas duras.
Y ya que hablaba antes de “ebriedad de pasión”, pasé a saludar en el III salón de la D.O. Utiel-Requena en Madrid al presidente del Consejo Regulador José Miguel Medina. Se expusieron los vinos y cavas de doce bodegas, animados por el éxito del certamen anterior, ya que la bobal y uvas afines están abriéndose camino en la amplia oferta hostelera de la capital.
No olviden que el Gran Wyoming asistirá hoy día 7, en el Teatro El Musical del Cabañal-Cañaveral, al documental No estamos solos del que es productor junto al director Pere Joan Ventura. Wyoming, que tiene un amigo en Valencia que le pone al corriente de los restaurantes agradables y de todo lo que sucede en la capital del Turia -casi siempre tarde, por cierto- ya se había interesado en su libro No estamos locos por los movimientos de protesta ciudadana de toda España y también en el del barrio marinero de Valencia. Por cierto, si ven unos titulares que dicen “así es la novia de el Gran Wyoming”, no se tomen la molestia de leer más: lo único que dicen es su nombre y su edad. A Wyoming nunca le han gustado esos circos.
En estos pocos días que llevo en Madrid, me he tomado la misión de poderles traer alguna información de cómo es la vida de Rita Barberá como senadora. Se me ocurrió preguntarle a una amiga que está en el programa Parlamento, a un conocido ex-director de la revista Interviú y a varias gargantas profundas que sólo hablan a cambio de que les compre grandes cantidades de drogas sintéticas, pero sólo he podido sacarles que la señora está con bajo perfil, quietecita y esperando el fin. Claro que, de hecho, ni ella ni Alberto Fabra han estado apenas tiempo, por lo que no llego a comprender el precipitado interés de su incorporación laboral a la Cámara Alta. El caso es que despiertan muy poca curiosidad aquí: muchos de mis amigos ni siquiera sabían ni del romance de Fabra con Silvia Jato de Pasalabra.
Pero les contaré una divertida anécdota que ocurrió hace tres años, cuando el ayuntamiento invitó a la compañía que hacía el musical “Sonrisas y lágrimas”. Iba a representarse en El Musical del Cabañal, entonces dirigido por nuestro añorado José Luis Moreno pero, por fortuna, acabó en el teatro Principal. Al parecer Rita pidió algo que nunca se debe pedir a un artista fuera del escenario: que cantaran algo (Por eso a las señoras que invitaban a cenar a Paganini y le pedían que tocara, él respondía “Nunca saco a mi violín a cenar fuera de casa”). Los actores, un poco azorados y tras un breve conciliábulo, respondieron: “Bueno, vamos a cantar Edelweiss”. Y Rita, desaprobando las baladas austríacas, con esa campechanía tan natural que la caracterizaba, exclamó: “¡No, no, esa no: cantad la del Do-Re-Mi, la del Do-Re-Mi!”. Exquisito.