La moda de utilizar adjetivos descalificatorios se está extendiendo y se dirige, incluso, a personas que, encontrándose fuera del ámbito político, se guardan mucho de entrar en el juego partidario. La descalificación ahonda en su inoportunidad cuando viene ayuna de argumentos que la fundamenten. Penetra en el vacío de la sinrazón cuando, además, utiliza adjetivos que apelan a conceptos de moralidad que, por su naturaleza, se encuentran al margen de cualquier medida objetiva: ¿cómo valorar la bondad, la piedad o la bonhomía y sus opuestos?
En ausencia de puntos de referencia medibles, las personas utilizamos criterios de contraste; pero, para aplicarlos, debe existir un razonamiento previo que, mediante argumentos y deducciones, muestre la lógica y veracidad del apelativo lanzado contra el prestigio del destinatario. Sin embargo, no es éste el método que, paso a paso, se emplea con carácter generalizado. Por el contrario, se espera que la carga de la prueba recaiga sobre el acusado, rompiendo, de este modo, los moldes de un valor tan fundamental como es la presunción de inocencia: un concepto que no se refugia únicamente en los libros de Derecho, sino que ocupa un lugar prominente en las relaciones humanas como modulador de las valoraciones que merece nuestra actividad y carácter.
A partir de la negación de un pilar tan fundamental, lo que surge es la corrosión del respeto, el desgaste del lenguaje como medio para la comunicación y su uso como recurso para la agresividad. Sucede, además, que la elevación de la temperatura descalificatoria funde los límites socialmente consensuados, provocando que estos superen progresivamente los topes de lo permisible y que los ciudadanos se acostumbren a que el ruido sustituya el uso de una musicalidad retórica fundamentada en la limpieza de las formas, la aceptación de la diversidad y de la calidad democrática.
Quienes acuden a las fórmulas ofensivas parecen encontrarse más cómodos en la pugna que en el diálogo. Estiman más la victoria sin condicionantes que el pacto liberador de tensiones en el que todas las partes se reconocen como beneficiados. Desean el poder, pero se sienten incómodos cuando lo alcanzan. Esa meta, concretada en la disposición de un ámbito institucional que les permite intervenir en la solución de problemas sociales reales, es el origen de diversas frustraciones. Entre éstas, la dificultad de encontrar en una ideología de libro la respuesta y el método de trabajo para articular una respuesta coherente y eficaz a las preferencias sociales.
Incluso cuando se acude a expertos, el sujeto ideológico que controla lo actuado levanta su voz desde el Olimpo de la omnisciencia doctrinal para señalar diversas y perturbadoras desviaciones. Suenan las trompetas de Jericó y se manifiesta la debilidad de las convicciones compartidas: ortodoxos y heterodoxos inician una lucha fratricida que trata de elevarse sobre la superioridad de las ideas respectivas, pero que concluye rebajando su altura al nivel de las filias y fobias personales, a una guerra suicida de fracciones apenas disimulada por el ondear de eslóganes ad-hoc que mantienen viva la falsa esperanza de que se trabaja con ideas y, en ningún caso, bajo el estímulo de sentimientos y emociones humanas.
Sí, ésta es la paradoja. Lo que se inició frivolizando la descalificación de alguien; lo que aportó la sensación, entre los próximos, de valentía y atrevimiento, concluye formando parte del ácido que corroe la propia organización y frustra las expectativas de los ciudadanos afines en sueños y metas. Todo ello en el mejor de los casos porque, en el peor, la lucha por el poder, -y poderes hay más de uno-, acaba confundiendo los medios con los fines, con estos últimos ocupando una modesta posición, apenas visible entre las brumas que emanan de los recursos empleados: ahora, ya no es una persona alejada el objeto de la ofensa, sino el compañero de anteriores complicidades con el que se tejieron acuerdos de largo alcance. Se condensan pasados vetos, agravios y celos en un vapor que pugna por expandirse sin el debido control de daños potenciales: una forma más de dispararse el pie o de reconocer, implícitamente, que a la contra se vive mejor. Una vida sin la obligación de obsesionarse por la adecuación de los detalles (¡menudo latazo tecnocrático, podrían añadir!) y disfrutando a base de ideas que valen en todos los lugares, prejuicios y algunos dogmas que simplifican el mundo, dividiéndolo en buenos, buenísimos y malos, malísimos: todo muy axiomático.