Si hace unos años nos hubieran contado la situación que se iba a vivir en la segunda década del siglo XX muy pocos habrían dado crédito. Es más, quienes se hubieran atrevido a anticipar la deriva a donde podía llevarnos el nacionalismo catalán, habría sido tachados de agoreros y apocalípticos.
El mes de octubre es sin duda el mes de los valencianos, porque celebramos [en menos de una semana] nuestro día más importante, la conmemoración que nos da entidad como pueblo y sobre todo como territorio, la fundación del Reino de Valencia en 1238 a manos de Jaime I el Conquistador y sus tropas, tierra que junto a la Corona de Aragón vivió etapas de gran esplendor cultural, profesional y social. Territorio que actualmente denominamos Comunidad Valenciana y que conforma una de las zonas más prósperas del sur de Europa.
Realizo esta sintética introducción no sólo como recuerdo y homenaje a la próxima festividad del 9 de octubre, sino como reflexión de como un territorio que tiene una historia mucho más rica y prolija de la que creemos e incluso de la que nos han enseñado, ha sabido evolucionar, integrar y adaptar sus instituciones, sus empresas, su ciudadanía a los tiempos manteniendo siempre una actitud de lealtad y respeto, a veces pecando de eso que llamamos ‘meninfotisme’ y saliendo si no perjudicados, no todo los beneficiados que mereceríamos, pero siendo una tierra amable y pacífica.
No hace falta ser muy hábil para imaginar que las reflexiones previas me vienen ante el estupor, la tristeza y por qué no decirlo el asco que me produce la dramática y terrible situación que se vive a casi 400 quilómetros de nuestro Cap i Casal. Tantas veces y en tantos ámbitos se pone como ejemplo al pueblo catalán, y otras tantas he defendido que pese a todo y con todo, no me gustaría nada vivir en un lugar donde asaltan con violencia el parlamento, donde se cortan carreteras y vías de tren, donde se golpea y ataca a la policía, donde se ensucia el espacio público y fundamentalmente donde desde el poder y desde una parte de la sociedad radicalizada, enajenada y henchida de odio se aniquila la libertad y la democracia, esa es la Cataluña del siglo XXI.
Realmente si en algo se puede decir que el pueblo catalán se ha esforzado durante décadas y especialmente en los últimos años en no parecerse al resto de España es en todas las cualidades negativas que una sociedad madura y democrática rehúsa. Porque el comportamiento nacionalista tiene la nefasta capacidad de aglutinar actitudes infantiles, egoístas, xenófobas, racistas, exclusivistas, reduccionistas, maniqueas, en definitiva, un conjunto de comportamientos que retrotraen al ser humano ilustrado y urbano a un plano primario y más propio de la caverna que de una ciudad que antaño fue el faro cultural y cosmopolita del Mediterráneo.
La trascendencia de lo que está ocurriendo parece no importar a muchos sectores, desde el presidente del gobierno que se muestra en un mundo paralelo de ‘modo electoral’ –hay que ser cursi y dejarte aconsejar por un teenager influencer para publicar esa expresión como presidente de un país tan importante a lo largo de la historia como España–; hasta ministros, medios de comunicación, periodistas que ante la situación indefendible de caos, violencia, terrorismo callejero, ambiente revolucionario y demás rostro amble del nazionalismo, miran hacia otro lado y encuentran otras noticias a comentar. Porque es difícil ensalzar a una clase política y a una sociedad que con su voto a partidos como CiU/PdCat, ERC y la CUP, han logrado destrozar todo un pueblo que llegó a ser ejemplo de cultura, libertad, esfuerzo, trabajo y progreso. ¡Qué patético!
La coyuntura es grave e histórica, sólo un gobierno de la nación respaldado por las diferentes instituciones del Estado y los partidos que no tienen como fin destruir la democracia y la nación, pueden resolver este conflicto. Instrumentos hay de sobra, capacidad de actuación también, como siempre falta voluntad, buena fe y quizá inteligencia. Pero los valencianos tenemos que pensar que en nuestra Comunidad (especialmente en nuestro día grande) los ecos y los tambores del nacionalismo retumban cada vez con más fuerza, como siempre si alguien alerta de lo que podría ocurrir en un futuro, lo acallarán y tratarán de agorero y apocalíptico, como sucedía en los años 80 con Cataluña.