El Ministro de Fomento, José Luís Ábalos, preguntado la semana pasada por la futura Ley de Vivienda, quiso desentenderse del compromiso del gobierno para regular los precios de los alquileres aduciendo que “la vivienda es un derecho, pero también un bien de mercado”. La justificación para desentenderse del programa de gobierno firmado por UP y el PSOE no podría haberla planteado en unos términos peores. Se trata de una excusa particularmente mala.
La vivienda es un bien de mercado, sí, pero uno muy particular porque se fundamenta en el suelo, una de las tres mercancías ficticias que citaba Karl Polanyi, junto al trabajo y al dinero. Lo usual en la mayor parte de mercancías es que los costes condicionen el precio del producto final, pero aquí ocurre al revés, es el precio de la vivienda el que determina el precio del suelo.
La vivienda es simultáneamente un bien de uso y un bien de inversión. Se puede comprar una vivienda para vivir en ella, o no, o no solo. Comprar un inmueble supone una conversión de capital circulante en capital fijo, o lo que David Harvey llama “capital fosilizado”, la conversión de dinero líquido en una propiedad con un valor tasado y un periodo de amortización muy elevado. Una propiedad que se puede adquirir con la expectativa de que se revalorice a futuro o de la que se pueden obtener rentas en forma de alquileres.
La vivienda es un derecho humano básico porque toda persona necesita un hogar y porque es un derecho que permite acceder a otros derechos, pero al mismo tiempo es el bien especulativo por excelencia, su precio presente depende directamente del valor que se espere obtener de ella en el futuro. Es precisamente esa tensión la que provoca que la vivienda esté llamada a ser un bien fuertemente regulado. En el fondo, la decisión que debe tomar el regulador es: ¿Que prima sobre qué? ¿La vivienda cómo valor de uso o cómo bien de inversión? ¿La vivienda cómo derecho o cómo objeto de especulación? No debería ser una disyuntiva complicada de abordar dado que la Constitución deja meridianamente claro que la vivienda es un derecho fundamental a diferencia de la propiedad privada que está delimitada, además, según el artículo 33, por su función social.
Sin embargo, un rápido vistazo a nuestra realidad social y a nuestra historia reciente basta para dejar meridianamente claro que la Constitución lisa y llanamente no se cumple, y que el balance entre bien de uso y bien de inversión en la regulación de la vivienda se haya escorado enormemente hacia este último. El motivo de fondo es que el desarrollo inmobiliario fue durante décadas la palanca fundamental del crecimiento económico en España junto con su cara b, el turismo.
La crisis del 2008 hizo caer la participación del sector de la construcción en el PIB español aproximadamente a la mitad y a partir de ahí fue turismo el que empezó a tirar del crecimiento reactivando el mercado inmobiliario a través de una creciente oferta de pisos turísticos. Para tratar de recomponer la situación y de reiniciar el ciclo inmobiliario el gobierno, primero del PSOE y después del PP, usó fundamentalmente dos herramientas: La SAREB y las SOCIMI.
La SAREB se creó como “banco malo” propiedad del Estado para acumular los activos tóxicos en manos de las entidades financieras con el fin de sanearlas. Durante los últimos años ha vendido una gran cantidad de esos inmuebles, igual que han hecho en general los grandes bancos, poniéndolos en mano de grandes fondos inversión que intervienen a través de las SOCIMI, instrumentos jurídicos que les permiten hacer grandes operaciones inmobiliarias con una carga fiscal mínima.
Lo cierto es que los resultados de estas tentativas incluso desde la perspectiva de quienes las han dirigido, han sido más bien pobres y solo han servido para realizar una enorme transferencia de propiedad a precios de saldo, y para exacerbar el desequilibrio político existente entre la vivienda como derecho y la vivienda como objeto de especulación, en tanto que la estrategia de negocio de los fondos buitre supone métodos todavía más agresivos y extremos contra los vecinos de los barrios y los bloques afectados.
Actualmente la intención del PSOE, por boca de José Luís Ábalos, parece ser la de apoyarse en medidas fiscales para su política de vivienda, algo muy innovador dado que es exactamente lo que se ha venido haciendo durante décadas en España. Las políticas de vivienda que han tenido éxito, en mayor o menor medida, son en cambio fundamentalmente habitacionales. Recientemente la Ministra de Economía, Nadia Calviño, decía que la regulación de los precios del alquiler no es una solución a todos los problemas, y tiene razón. De hecho, no es la solución a ningún problema. Es un freno de mano a una locomotora desbocada, sirve para evitar que el problema empeora, para detener el incremento de los precios del alquiler que se ha situado por encima del 50% en los últimos 10 años en las principales ciudades españolas.
Para que las instituciones sean capaces de hacer efectivo el derecho a la vivienda es necesario algo más. El Estado debe garantizar una oferta de vivienda suficiente a un precio asequible para el conjunto de la población. Eso requiere, por un lado, aplicar políticas que ejerzan presión sobre los grandes propietarios para que pongan sus viviendas en el mercado a un precio razonable, fundamentalmente a través de mecanismos sancionadores. Por otra parte, es necesario aumentar de manera drástica el parque de vivienda pública, no como una política asistencialista de carácter limitado para las familias más vulnerables, sino ejecutada a gran escala para que un porcentaje importante del parque de vivienda esté en manos públicas. Al final, el acceso a la vivienda, como cualquier otro derecho, solo podrá hacerse efectivo en tanto en cuanto el Estado esté dispuesto a comprometer su capacidad para regular el mercado y para invertir los recursos suficientes. Sin excusas.