La Unión Europea nace de la renuncia a la violencia como medio para la solución de conflictos entre comunidades políticas, siendo ésta sustituida por una suerte de democracia constitucional en la que los Estados miembros garantizan el respeto de los derechos fundamentales de los ciudadanos y la promoción del espíritu cívico en sus comunidades. ¿Y para qué sirve esta forma de gobierno a la que llamamos democracia si no es para permitir la felicidad o la buena vida de los gobernados?
De entre todas las posibles, los europeos abrazamos la democracia como sistema para construir nuestra vida política porque entendimos que era la manera más idónea de preservar y promover los derechos adquiridos por la ciudadanía así como asegurar un futuro de progreso que permitiera la autorrealización de los individuos. Es por esta razón que la Unión Europea se fundamenta en el respeto de la “libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías” (Art. 2 Tratado de la Unión Europea) como valores compartidos por los Estados miembros en una sociedad caracterizada, entre otros principios, por “la tolerancia, la justicia, la solidaridad o la igualdad entre mujeres y hombres”.
Sin embargo, de entre estos valores comunes y compartidos hay quienes defienden que el orden de los “valores” sí altera el producto. Esto es, que ante la duda, hay valores que deben primar sobre el resto. Para algunos, cualquier forma de difuminar la libertad en beneficio de la justicia o la solidaridad supone el final de la democracia. Para otros, un sistema que sistemáticamente genera injusticias y enormes desigualdades no puede ser considerado en ningún caso democrático. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Si bien un sistema como el europeo permite a los partidarios de una u otra opción política o de justicia acceder al poder a través de la competición partidista en unas elecciones, sería del todo ingenuo obviar que entre los ciudadanos de nuestro continente cada vez más está presente un nuevo virus conocido por sus múltiples nombres: el incivismo, el individualismo desmesurado, o el narcisismo acomplejado. En mi opinión, todas estas son distintas versiones de un mismo problema: la sociedad actual busca la felicidad a través de una libertad que ejerce para el consumo masivo de bienes. No quiere responsabilidades, ni cargas, ni mucho menos obligaciones por el disfrute de los derechos. El ejercicio de los derechos ya no conlleva deber alguno. ¿Por qué? Porque mi derecho es mi derecho, y cualquier imposición sobre mí no es otra cosa que un ataque a mi libertad como individuo. El individualismo, o la primacía del ego, parece haber ganado definitivamente la batalla al ejercicio de los deberes. Algo que abordó Giuseppe Mazzini en Dei doveri dell’uomo y que identifica la reclamación de mí derecho como la individualidad mientras que el deber necesita de la unión. Abandonar los deberes supone abrazar la idea hobbesiana de un mundo atomizado en el que el más fuerte se impone, ignorando que los humanos somos seres sociales vinculados los unos con los otros.
En este sentido, cuando el ciudadano que cobra el SMI reclama el ejercicio de derechos sin ningún tipo de deber aparejado no está sino cediendo su (ya de por sí pequeño) poder al más fuerte de su comunidad. Y esto es porque su libertad llegará hasta donde le permita su capacidad económica (no muy lejos en su caso). Es la paradoja de la felicidad a través de la libertad. Se entiende que la felicidad únicamente es alcanzable a través de la libertad, cuando ésta se pretende ejercer en ausencia de vínculos con la sociedad. Y esto es sencillamente imposible. La asociación con el resto, desde nuestra familia, nuestros amigos, nuestra patria, o nuestro Dios, es imprescindible para alcanzar la felicidad capaz de perdurar.
Lamentablemente, percibo (y los datos confirman) que la asociación con el resto está en declive, haciendo esto que seamos cada vez más infelices. Ya no tenemos ningún límite a la idea en virtud de la cual podemos tener todo lo que queramos cuando lo pidamos. Estamos empoderados hasta el infinito, pues la línea que antes ejercía por ejemplo Dios o la patria como bienes comunes superiores hoy todo el mundo puede atravesarla. Ya no hay nada por lo que luchar, o al menos ceder, que no sea uno mismo.
Este virus parece extenderse sin dejar huella alguna de todo aquello que en algún momento conocimos. Me entristece pasear por la playa y encontrarme desechos, botellas y restos en lugar de la belleza de una arena limpia. Me entristece atravesar una plaza repleta de bancos ocupados por seres agachados hacia sus teléfonos en lugar de conversaciones apasionadas o juegos de mesa. Me entristece ser testigos de una injusticia y permanecer impasibles pues no nos afecta directamente. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Acaso el ser humano ha perdido su alma y su corazón? ¿Hemos olvidado que como seres sociales somos dependientes los unos de los otros? ¿Llegará un momento en el que la felicidad sea la excepción, y la tristeza y soledad la regla?
La democracia, sin compromiso, civismo, solidaridad y orden, es de todo menos democracia. No quiero una Unión del futuro en la que todos tengamos colmadas nuestras necesidades a costa de vivir en soledad encerrados en cuatro paredes. ¿Quiero comprar? Lo pido. ¿Quiero comer? Me lo traen. ¿Quiero ver una película? Me la pongo. ¿Quiero placer? Abro la aplicación. ¿Dónde está entonces la raíz del “demos” si ya no necesitamos a nadie? ¿Por qué no reformamos el Tratado de la Unión Europea y las Constituciones nacionales para sustituir “democracias” por “egocracias” –si total, en caso de que vote (porque desplazarme al Colegio Electoral es un esfuerzo demasiado grande), lo haré siempre por aquel que más me proporcione a mí como individuo–?
Mientras la epidemia continúa su expansión, no queda otra que esperar una aparición divina o un brote patriótico que nos recuerde que hay lazos que nos unen más allá de los teléfonos móviles, y que por nosotros mismos sin ayuda del prójimo no llegamos muy lejos. En su defecto, apostar por la promoción del compromiso cívico entre los ciudadanos puede ser una buena idea. ¿Merece la pena intentar una Unión cívica para el siglo XXI?
Pablo J. Torres Méndez es graduado del Máster en Derecho Europeo (LL.M.) por el Colegio de Europa (Brujas, Bélgica) y miembro de su Consejo Académico