Que la universidad siga teniendo un rol clave, aunque sea un rol en discusión, en la sociedad actual tras casi un milenio de vida puede parecer sorprendente. Su longevidad, y relativa buena salud, demuestra que ha sabido tanto adaptarse a los cambios sociales, económicos e institucionales, como influir en ellos.
A pesar de que las universidades existen históricamente para la creación y difusión del conocimiento, hoy en día la mayoría de estudiantes las frecuentan exclusivamente para labrarse una salida profesional ¿Significa eso que, ocho siglos después de que Gregorio IX utilizara el término Universitas para referirse a la institución académica y jurídica del Studium de París, que la universidad sirve hoy principalmente para que los estudiantes adquieran el conocimiento y las aptitudes necesarias para tener un empleo?
Si la función principal de la universidad fuera generar personas empleables o emprendedoras sería comprensible el lugar común (tan común que es transversal a los más altos debates y a las conversaciones de bar) de que la universidad se debe adaptar a las necesidades de las empresas.
La tesis que intentaré defender es, en cambio, la opuesta. En primer lugar la función principal de la universidad no debería ser la empleabilidad de sus egresados. En segundo lugar, adaptar a corto plazo la universidad a las necesidades coyunturales de las empresas es contraproducentee incluso negativo para las propias empresas.
Está demostrado que la presencia de universidades y la densidad de personas cualificadas en un territorio, el nivel de capital humano, influye claramente en el desarrollo del mismo. Las personas más formadas tienen menos probabilidades de estar en el paro y tienen más ingresos. A mayor cantidad de personas formadas mayor es la actividad económica. Pero esa relación causal es bastante compleja.
Las universidades son comunidades dedicadas al aprendizaje y al desarrollo personal de sus miembros (no sólo los estudiantes). Son también lugares para la investigación; para la creación, la aplicación y la evaluación del nuevo conocimiento. Y son espacios donde se producen contribuciones a la mejora de la sociedad.
En cuanto a su contribución a la sociedad tienen efectos directos por la propia actividad económica que generan y al promover la libertad de pensamiento, el cambio social, la equidad o la tolerancia. Y tienen todavía un efecto derivado más importante: las universidades, a través de su relación simbiótica con las ciudades, significan que se dé lugar a la vida universitaria.
Que las ciudades sean lugares de libertad y desarrollo es indisociable de las universidades que suelen tener en el centro y a las que normalmente dan nombre. Las universidades permiten, ya sé que una obviedad, la existencia de una comunidad universitaria. Los profesores, investigadores, personal administrativo y especialmente los estudiantes, forman un colectivo normalmente diverso, abierto y progresista que facilita el desarrollo de una vida artística y política. Las ciudades sin universidades son páramos culturales.
En un momento donde el futuro del trabajo es incierto y donde se necesita de la diversidad y del privilegio de la ineficiencia para la innovación es posible que sea mucho más interesante fomentar las contribuciones sociales de la universidad y su capacidad para generar pensamiento crítico y conocimiento que obsesionarse con adaptarla a demandas coyunturales. De hecho, adaptar la universidad a la empresa es incompatible con apuntalarla como el marco de libertad necesario para el desarrollo sosegado del conocimiento.
Será mucho más fácil que los futuros profesionales inventen el trabajo que vendrá que no que utilicen un montón de herramientas para aquel que inmediatamente quedará obsoleto.
Como afirmó Drew Faust, la primera mujer presidente de Harvard, en un discurso en el Trinity College: “¿Cómo podremos construir las mentes capaces de innovar si no son capaces de imaginar un mundo distinto de aquel en el que viven?”