En el pacto concluido el 9 de noviembre de 2023 por el PSOE y Junts per Catalunya, para asegurar la formación del nuevo Gobierno de Pedro Sánchez, en el punto del acuerdo que hace referencia específica a la "Ley de Amnistía", se dice, con un pésimo castellano que convierte al apartado en algo ininteligible, difícil de aplicar en la práctica (a lo mejor –cosa que dudo–, eso fue redactado así gracias a la inteligencia del negociador socialista, Santos Cerdán), que "las conclusiones de las comisiones de investigación de esta legislatura se tendrán en cuenta en la aplicación de la ley de amnistía en la medida que pudieran derivarse situaciones comprendidas en el concepto lawfare o judicialización de la política, con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas". Pero, más allá de los problemas de redacción, o de las cuestiones gramaticales, es evidente que este apartado del acuerdo hace referencia a tres cosas: 1) la aprobación de una ley de amnistía para los dirigentes políticos y "los ciudadanos que, antes y después de la consulta de 2014 y del referéndum de 2017, han sido objeto de decisiones o procesos judiciales vinculados a estos eventos"; 2) la formación de unas comisiones de investigación (en realidad, se trata aquí de un acuerdo implícito, dado que el documento no hace ninguna referencia específica o detallada a un acuerdo para formar tales comisiones; eso se haría después, mediante un acuerdo parlamentario entre PSOE y otros grupos para formar la Mesa del Congreso); y 3) el "lawfare", que es definido como "judicialización de la política".
De estas tres cuestiones, es la última de ellas de la que quisiera ocuparme aquí. Y comienzo por lo más sencillo: la judicialización de la política. Es éste un tema del que el discurso político se ocupa con profusión, un lugar común que se repite hasta la saciedad, sin que quienes lo usan –creo yo– tengan una idea muy clara del significado exacto de lo que están diciendo. Si lo entendemos en su sentido literal, la judicialización de la política es la expresión más excelsa de la racionalidad democrática. La solución de los problemas políticos en términos jurídicos es, en verdad, una de las grandes conquistas del proceso democrático liberal. Supone el abandono de la fuerza, de la violencia, en la resolución de los conflictos entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y el Estado, y el sometimiento de los mismos a un mecanismo de resolución pacífica comúnmente acordado: la justicia. Justicia, claro es, aplicada por jueces independientes. Es un principio básico que me explicaron cuando estaba en el primer curso de la carrera de Derecho, y que me ha quedado grabado desde entonces. En este sentido, no creo que sea una exigencia democrática pedir la desjudicialización de la política, sino que, más bien al contrario, debe exigirse la plena judicialización de la política. Debe exigirse que no haya ni una sola esquina de la política que pueda quedar al margen del control judicial y de la exigencia de las responsabilidades judiciales que caben en Derecho: la responsabilidad penal, la responsabilidad civil y la responsabilidad administrativa. Además, por supuesto, de la responsabilidad política, que opera en otra vía y que puede exigirse de manera previa, paralela o subsiguiente a cualquiera de las responsabilidades jurídicas, sin que pueda nunca excluir la exigencia de éstas. En un orden jurídico democrático, pues, no debe caber la impunidad, y menos aún la impunidad de los gobernantes políticos.
Y, en segundo lugar, el "lawfare", que el propio acuerdo PSOE-Junts define como "judicialización de la política". El lawfare es, en realidad, un concepto muy amplio que transciende esa definición. El término, que proviene del inglés, se forma en base a la unión de dos palabras: law, ley –o mejor, en este caso, Derecho– y warfare, hacer la guerra, o guerra, en términos simples. Inicialmente el término lawfare tuvo en el derecho anglosajón un significado positivo. En el año 1975, los analistas australianos John Carlson y Neville Yeomans apreciaban con desmayo que el proceso judicial había pasado de ser predominantemente interrogativo o investigativo, a ser contradictorio o acusativo, y proponían la mediación como solución. En sus palabras, "Lawfare replaces warfare and the duel is with words rather than swords" ("el combate legal reemplaza a la guerra y el duelo es con palabras en vez de espadas"). Estaban, sin darse cuenta, definiendo por primera vez el concepto lawfare. En esta línea, el concepto saltó pronto de la confrontación judicial o procesal al terreno militar, y es en este terreno en el que se generaliza y difunde el concepto de lawfare. Así, el gran teórico de esta dimensión militar del lawfare, el general Dunlap, lo definía en 2001 como "a method of warfare where law is used as a means of realizing a military objective" ("un método de hacer la guerra donde el Derecho es utilizado como un medio para conseguir un objetivo militar").
Sin embargo, el concepto de lawfare ha evolucionado mucho y hoy su empleo es tan amplio y diverso –¡y contradictorio!– que es muy difícil formular una definición única del mismo. Así, en el mundo anglosajón, como hemos visto, el concepto de lawfare se asoció inicialmente –y predominantemente– a la utilización del Derecho como substituto o complemento de la acción militar y, por lo mismo, a la utilización del Derecho Internacional, al Derecho que regula los conflictos armados y el Derecho Internacional Humanitario. Y ello, en su doble perspectiva: la de los Estados que desarrollan las acciones militares y la de las organizaciones tanto políticas como civiles –otros Estados, ONGs, etc.– que presentan recursos legales frente a las violaciones del Derecho Internacional Humanitario cometidas por éstos. En este sentido, el concepto de lawfare se convierte en una moneda de doble cara y es interpretado según quién y cómo lo utilice: como algo positivo y como algo negativo. Es algo positivo en la medida en la que sustituya la guerra armada entre Estados por medidas legales –i.e. sanciones contra Estados, bloqueos económicos, persecución en instancias internacionales de crímenes de guerra, o de terrorismo, etc.–; pero también en la medida en que se utilice por los particulares para perseguir los supuestos crímenes de guerra y los excesos cometidos por los Estados o sus agentes en los conflictos armados. Pero se convierte en algo negativo en la medida en que suponga la utilización –la manipulación– del sistema legal o judicial como un arma para dañar o deslegitimar a un oponente, o para desalentar el ejercicio de sus derechos legales, o como un instrumento de propaganda.
Y ésta, la negativa, es la interpretación del lawfare que hoy se debate en España y a la que parece referirse el pacto PSOE-Junts. El problema radica en que en el pacto, en realidad, Junts y también otros grupos políticos separatistas y nacionalistas –ERC, PNV–, así como los grupos izquierdistas que hoy acompañan o apoyan al PSOE en el Gobierno –Sumar, BNG, Podemos–, asumen como un hecho que las actuaciones legales y judiciales que han seguido a los graves actos ocurridos en Cataluña en los años 2014 y 2017, son actuaciones ilegítimas, ejemplo paradigmático de lawfare. Es decir, son el producto de una utilización manipuladora del sistema legal o judicial para dañar o deslegitimar a los grupos nacionalistas-separatistas y a las personas que les apoyaron en aquel proceso. Y, sin embargo, la respuesta del Estado y –en lo que aquí interesa– de las diversas instancias judiciales no ha podido ser más correcta, transparente y adaptada a Derecho. A mayor abundamiento, en lo que se refiere al procedimiento principal que tuvo lugar en el Tribunal Supremo, los condenados en 2019 fueron indultados por el Gobierno sólo dos años después, en 2021 (las condenas oscilaban entre 13 años y 10 meses de prisión), y la legislación que se les aplicó y por la que se les condenó entonces fue luego drásticamente reformada: el delito de sedición fue suprimido del Código Penal y la malversación de fondos públicos fue modificada y atenuada. Incluso, no está de más recordar aquí que la acusación inicial era por delito de rebelión, si bien la condena final fue por sedición, un delito con una pena menor. Difícilmente se le puede llamar a eso una utilización manipuladora del sistema judicial para perjudicar de manera ilegítima a los encausados; es decir, lawfare.
Por otra parte –como es ordinario en nuestro sistema judicial– la actuación de los jueces se ha producido a instancia de parte –denuncias, atestados policiales, acción del Fiscal– y no por una iniciativa espontánea de jueces malintencionados o prevaricantes. Y los hechos fueron enjuiciados en un procedimiento contradictorio público –retransmitido por TV–, con todas las garantías procesales. No hay, pues, ni puede haberla, en sentido propio, una acción general o individualizada de determinados jueces contra determinadas personas que no esté sujeta a las garantías procesales previstas y frente a las que no quepan los recursos judiciales pertinentes. Lo contrario no sería lawfare, sino prevaricación.
Y, sin embargo, en sentido justamente contrario, hemos visto en los últimos meses como se ha desarrollado una fuerte campaña en contra del sistema judicial español instigada precisamente, y de manera principal, por los grupos separatistas catalanes, pero también por otros grupos radicales de izquierda. Campaña que ha tenido su manifestación más grave y llamativa en la intervención en el Congreso de la diputada del grupo Junts per Catalunya, Míriam Nogueras, precisamente en el debate sobre la creación de tres comisiones de investigación a las que nos hemos referido en líneas anteriores. Así la diputada catalana afirmó sin rubor que la justicia española es una "justicia politizada" y se refirió los jueces como "togados franquistas". No contenta con ello, llamó "personajes indecentes" a los magistrados Concepción Espejel, Carlos Lesmes, Pablo Llarena y Carmen Lamela, y acusó de "cómplices de la politización de la policía y también de la justicia española" al magistrado Manuel Marchena, sin que la Presidenta del Congreso, Francina Armengol, en grave dejación de sus funciones, la reconviniese ni hiciese la menor manifestación de descontento ante semejantes injurias personales a estos altos miembros de la magistratura, que han quedado así en clara indefensión. Pero las graves acusaciones de la diputada Nogueras se dirigieron también, de manera personal, a políticos, como Jorge Fernández Díaz, que fue ministro del Interior; Ignacio Cosidó, que fue director general de la Policía; los coroneles de la Guardia Civil Daniel Baena y Diego Pérez de los Cobos, y los periodistas Ana Rosa Quintana, Mauricio Casals y Antonio García Ferreras, a los que acusó de fabricar y difundir informes falsos, contribuyendo así "de forma consciente a toda esta estafa, a esta macrooperación contra el independentismo catalán y en contra de Cataluña".
Paradójicamente, la actuación de la diputada Nogueras –y la propria creación de las comisiones parlamentarias de investigación sobre la actuación de los jueces– es una manifestación clara y flagrante de lo que ella pretende denunciar; es decir, de lawfare, realizada además desde la más alta tribuna del Estado: el Congreso de los Diputados. Más aún, en este caso nos encontramos en realidad ante lo que Scharf y Andersen denominan –haciendo un juego de palabras– "lawfear"; es decir, no sólo la utilización del sistema legal como un arma para dañar o deslegitimar a un oponente, o como un instrumento de propaganda –lawfare–, sino para provocar miedo –fear– y así limitar o condicionar su capacidad de acción.
Con toda evidencia, pues, nos encontramos hoy en España, no con una guerra de jueces, sino con una guerra contra los jueces. Y, si queremos mantener la independencia del poder judicial, uno de los pilares básicos del Estado de Derecho y, por lo tanto, de nuestra democracia, debemos poner fin a esta peligrosa deriva política y, desde luego, no fomentarla mediante pactos indeseables.
Antonio Bar Cendón. Catedrático de Derecho Constitucional. Catedrático Jean Monnet ad personam (P.E.). Universidad de Valencia