VALÈNCIA. El punk fue una moda como cualquier otra. Se pueden encontrar muchas características del movimiento antes de que saltase a los medios, sobre todo en el Nueva York de los New York Dolls o en el Londres de Hollywood Brats. Hay dos libros que lo cuentan. La primera escena está retratada por sus protagonistas en la llamada biblia del punk, Por favor mátame, y la segunda en un libro que editó hace dos años en España la editorial Contra, Te potaría encima.
Como es sabido y ha sido ampliamente narrado, el momento clave de todo este movimiento que tanto ha trascendido fue cuando llamaron la atención de los medios las actividades de unos jóvenes británicos descolocados. A un regreso al rock and roll de los 50 y 60, un revival en su vertiente más cruda, unos chavales que vendían ropa de segunda mano le añadieron sin comerlo ni beberlo un dress code y esa pequeña pulsión quedó para siempre como todo lo que conocemos como punk.
Vivienne Westwood fue la mujer detrás de ese estilismo. Tanto fue así, que en un alarde de fidelidad a los principios, acabó hace pocos años prendiéndole fuego en una barcaza en el Tamesis a todos los valiosos vestigios que conservaba de aquel momento tan importante para la cultura popular. El valor de lo quemado era, se dijo, de cinco millones de libras esterlinas. La mujer quiso protestar contra la comercialización a la que había llegado la moda que creó en el año 1977 en el momento de eclosión de los Sex Pistols.
Un documental de Lora Tucker del año pasado, Westwood: Punk, Icon, Activist, entrevistó a la protagonista para valorar el citado fenómeno y su carrera posterior en el mundo de la moda. La prestancia está presente desde el primer minuto. Westwood aparece impacientada, suspirando, aburrida de tener que contar siempre la misma historia.
El interés reside en cómo fue la vida de la persona cuyas ideas han dado forma a una estética que se sigue replicando. Desde los grupos de música más comprometidos políticamente a los más frívolos modernos, todos han pasado por el aro de los complementos que se le ocurrieron a ella. Es así.
Comenzó a hacerse su propia ropa con 11 o 12 años. Entró en la escuela de arte a los 17, aunque fue una víctima de la cultura imperante en aquel tiempo que conducía a las mujeres a la búsqueda del hombre soñado. Su destino tenía que ser formar una familia ideal, algo contra lo que se rebeló. Se casó a los 21 años y se divorció al poco tiempo.
Conoció entonces a Malcolm McLaren, un representante de grupos de rock que gustaba de mangonear a los músicos para que vistieran y representasen conceptos rompedores. Puro marketing. En un principio, como se puede leer en los libros mencionados, lo único que logró fue arruinar la carrera de New York Dolls haciéndoles vestir de rojo y con banderas comunistas pensando que esa puesta en escena iba a romper en Estados Unidos. No hubo ni escandalillos por ello. Por el contrario, con Sex Pistols conquistó el mundo y la eternidad.
Junto a Westwood, McLaren montó una tienda en la que él vendía elepés antiguos y ella ropa vieja. Es ahí donde empezó a crear modelos y conjuntos. Cuando él cogió a los Pistols, que reventaron la escena musical británica, los estilismos que ella había creado cobraron relevancia. Hubo muchos detalles, mezcla de sadomaso y amor por la basura que lo distinguieron, pero el marketing tenía otro punto fuerte: llevar esvásticas.
En el documental, ropas de la época aparecen mostradas por la encargada de un museo. Las trata como lienzos de Velázquez en el Prado. La esvástica significaba que no aceptabas los valores de la generación anterior, cuenta ella, pero la postura rápidamente fue asumida por el sistema. No con los símbolos nazis, sino con los peinados. En Vogue no tardaron en aparecer diseccionadas todas sus ideas.
La revolución, devorada por el mercado, se convirtió en una distracción más del sistema. Ella lo tiene claro. Sin embargo, cuando el mundo de la moda reclamó más creaciones de Westwood -Armani estuvo interesado- McLaren boicoteó sus nuevos contratos. Una cuestión de celos personales y profesionales. El punk se pasó de moda, ella se quedó sin nada y tuvo que pedir prestado dinero a su abuela.
A partir de ahí, la película cuenta cómo ella volvió a empezar. Una historia de superación con arrogancia británica. Sus nuevas ideas eran ridiculizadas en programas de televisión, pero volvió a tener éxito. Todo lo que sigue es el comportamiento típico del mundo de la moda. Genios irascibles que venden sus colecciones con actitud ciertamente prepotente. Escenas de desencuentros creativos que se ven aliviadas por los premios que va ganando y los reconocimientos como diseñadora del año.
En épocas más cercanas, la destrucción del planeta se convierte en su nueva gran preocupación. La vemos viajar al polo a ver cómo se derrite el hielo. En consecuencia, protagoniza diferentes manifestaciones y postureos varios que no han trascendido en modo alguno como lo hizo el punk.
En su día, no faltaron voces ni grupos, como los del hardcore de los 80, que fueron conscientes de esto, de que el punk que llegó a los medios no fue más que una moda puramente estética. Unos códigos vacíos de significado a los que se les rindió y se les rinde culto. Ese es realmente el valor de este documental. Ver cómo algo tan supuestamente importante se diluye en discusiones de modistos ofendidos. En un negocio que solo asiste a las clases más adineradas y se desenvuelve en los segmentos más elitistas de la población.
Un documental que enseña a desconfiar de lo que se entiende por punk y representa como punk si uno es realmente punk.