En los últimos años han aparecido ensayos, artículos y documentos que, más allá del pensamiento y la ampliación del capital cultural, han servido de fogueo entre distintas personalidades de la cultura española
BOLONIA. Un centenar de artistas e intelectuales llaman a la confluencia entre Podemos e Izquierda Unida. Cien intelectuales firman por un "gobierno de cambio" sin repetir elecciones. Decenas de intelectuales firman un manifiesto por la unidad de España. En los tiempos de change.org, todavía existe un colectivo orgulloso de sí cuyos miembros, cuyos nombres y cuyas firmas sirven para defender causas nobles (o similar) y de paso valen de coartada para abrillantar el pedestal desde donde antaño predicaran o señalaran el camino del futuro y del bien de la sociedad. ¿Quiénes son los intelectuales?
El sociólogo argentino Carlos Altamirano los llamaba tribu. Lejos de Zola, cualquier hombre o mujer con cierto talento para el arte o pensamiento que (sobre todo) ocupe el espacio público con reflexiones de todo tipo es susceptible de colgarse la etiqueta en la solapa y bendecir unidades nacionales o clamar contra la corrupción de la moral y de los tiempos. Desde Lucía Etxebarría haciendo un cara a cara con Josep Borrell a propósito de la Constitución Europea, hasta Benjamín Prado comentando en la Sexta el lenguaje no verbal de los sucesivos candidatos a Presidente del Gobierno llamados a consultas por el rey de España una, dos y hasta tres veces. Todos speakers, glosadores o contertulios de cinco a ocho, asistimos impávidos a la debatización del mundo, a la vehiculización de la realidad como un debate infinito, como un diálogo sin verdad. Asistimos a la recreación de una realidad sin conclusiones y a la configuración de una conversación que, aunque provoque adhesiones y afinidades, crea pocos lugares para el encuentro.
Lo intelectual es una categoría variable que va de Beatriz Sarlo a Javier Nart, por poner extremos. Hablar es completamente lícito, que nadie malinterprete, pero decir cosas es mínimamente complicado. Los intelectuales (los y las), en cambio, parecen resurgir con la hipermediatización de la vida contemporánea, ya sea desde las cuentas de Twitter a la sección blogs de la vida de cualquier periódico libre. Quizás resurgen alentados por la reprimenda histórica de Antonio Muñoz Molina que al presentar en 2013 su ensayo Todo lo que era sólido sentenció que solo El Roto había estado a la altura de las circunstancias en el momento en que se estaba cuajando la tormenta perfecta de la crisis. Tiempo le faltó a Javier Marías para recoger el guante y decirle al jienense que no, que él siempre estuvo allí con su columna dominical envejeciendo y alertando de lo malo y de lo peor para el país, para la juventud y para la gente en general. Tampoco dio para más la polémica.
El reciente ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca, La desfachatez intelectual, nos regala una infinidad de sesudos razonamientos con que entretenernos en tiempos de zozobra. El valenciano ha recogido un surtido ejemplario que califica, sin ambages, de desfachatez. Cuando Esperanza Aguirre se retiró de la política en el año 2012 (retiro que anunció repetidas veces hasta 2016), el Nobel Mario Vargas Llosa le dedicó una oda en el diario El País llamándola “esa Juana de Arco liberal” en la que afirmaba que “dejó la Comunidad de la que fue responsable mucho —muchísimo— mejor de como la encontró”, y eso que el caso Gürtel había estallado cinco años antes.
El Nobel, que se había creído el anuncio, terminaba su panegírico con una máxima senequiana: “Saber retirarse a tiempo, no enquistarse en el poder, ceder la posta a la nueva generación, forma parte, también, de la filosofía (y la coherencia) liberal”. Amén. No sabemos qué dictan la filosofía y la coherencia liberal con respecto a la desaparición de 70.000 euros de la fundación Arpegio, un ente público que organizó un foro con el escritor destinado a promover su candidatura al Premio Nobel de Literatura, pero este es un asunto meramente político y no netamente filosófico.
Sánchez-Cuenca repasa buena parte de la categoría patria de intelectuales. Las embestidas de Javier Cercas a propósito de la Transición (visto el tirón de Anatomía de un instante), del propio Muñoz Molina en sus artículos semanales, de Félix de Azúa antes de enviar a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, sin más ni más a despachar en una pescadería o de Arturo Pérez Reverte y su visión “contada de forma escueta, objetiva y rigurosa, sin clichés partidarios ni etiquetas fáciles” (ojo) son material humano con que reflexionar sobre la condición del pensador cuando este (o esta) se convierte más en estatus social que en actividad reflexiva.
El cura y los mandarines, el ensayo de Gregorio Morán censurado por Planeta, ya había hecho sonar las alarmas en el ecosistema académico al incluir un incómodo capítulo Víctor García de la Concha, saltando de institución en institución, la RAE y otras instituciones culturales. La ola de solidaridad de los intelectuales españoles no llegó a las playas como un tsunami. No existió. Porque Morán es parcial, de verbo fácil y letra venenosa. Como Guillem Martínez y toda su bomba de relojería adosada en los bajos del catafalco de la Transición desde donde vemos actualmente los desfiles de la democracia.
Ahora bien, desde la malicia y la documentación, el ensayo bomba antiintelectual (o anti esta especie de intelectual) por excelencia lo fraguó en 2010 José Antonio Fortes en Intelectuales de consumo. Personaje controvertido, sobre todo a raíz de su enfrentamiento con Luis García Montero en la Universidad de Granada (enfrentamiento que se saldó con la salida del poeta de las aulas), parece que este panfleto (término académico) tuviera una dedicatoria muy clara: los funcionarios ideológicos de clase. Esto es: “asalariados al servicio de los poderes de clase y de Estado, que les contratan y pagan el sueldo subvencionado/exonerado en forma de dinero o prestigio. Que van y vienen de la universidad y los capelos catedralicios, a la venta ambulante y fija de cultura e ideología en prensa y propaganda, en programas de televisión y espectáculos del corazón. Es su fama, su gloria, el paraíso posmoderno. Su moneda falsa de cambio y compraventa. De su mercadeo. Regresivos y esquizofrénicos, por patología o mala conciencia. Por traidores, progres “de izquierdas”, la mafia roja”.
Fortes tuvo la mala idea de anexar un elenco de jurados y premiados de los más célebres certámenes de poesía en España en los últimos años, para comprobar que, en efecto, muchos de los nombres (jurados o premiados) se repetían sospechosamente.
¿Quiénes son los intelectuales? ¿A qué se dedican? Gran parte de pensadores, artistas y profesionales de la cultura se empeñan en ampliar las fronteras del conocimiento y de la libertad artística. Otra, muy mediática, muy mediatizada (quizás alentada por el cacareo del que formamos parte), se dedica a glosar, atizar, comentar y a soliviantar al auditorio con sus ideas felices. Es otra manera de seguir sacándole brillo al pedestal.
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