ya no se hacen digestiones como las de antes

La mala digestión

La mala digestión podría ser una película de Almodóvar, con una Marisa Paredes con úlcera y un Banderas con reflujo pero no, es más un problema yo diría que metafísico, por tanto real, bastante común también. ¿Digerimos cada vez peor?

| 04/05/2018 | 4 min, 14 seg

Pueden masticarte, pero tendrán que escupirte, decía Mcnulty en The Wire.

Efectivamente, comer es fácil pero digerir, ah, digerir es otra cosa. El otro día me calcé una paella de esas que te acompañan en el recuerdo toda la tarde, rica, sabrosa, tan sabrosa que me bebí tres litros de agua y aun así estaba como recién llegada a la meta tras una etapa en el París Dakar. No pude cenar y tuve pesadillas en las que aparecía Joan Monleón y langostinos de plástico gigantes y bajoquetas radiactivas.

Tal vez sea la edad o el estrés de la vida moderna, pero lo cierto es ya no hay digestiones como las de antes. Hoy puede que comamos mejor, al menos fuera de casa, la comida es más variada, más creativa, mucho más bonita pero no estoy segura de que la asimilemos mejor.

Y pienso si no habrá algo simbólico en todo esto, si nuestro estómago, catalizador del mundo, lugar donde se procesa la vida en bruto, no estará adquiriendo algo parecido a la conciencia.

Si la indigestión no es una clase de remordimiento.

Había un anuncio de Alka Seltzer que expresaba muy bien esa relación con la culpa: aparecían dos náufragos en una barca, perdidos en altamar. Se sucedían los planos, a distintas horas, el sol iba cayendo, la inmensa soledad oceánica permanecía inmutable. Y al final aparecía solo uno de ellos en la barca, disolviendo un Alka Seltzer, y una voz en off que decía algo así como: cuando has comido lo que no debes.

Pecamos y nuestro estómago es el primero en saberlo.

No quiero caer en la tontería de que todas las enfermedades son enfermedades del alma, tontería que además es cruel por señalar con un dedo culpable al enfermo, pero sí me parece que crece toda una simbología alrededor de la enfermedad, al menos en ese espacio en penumbra que aún no ha sido alcanzado por la luz de la ciencia.

Virginia Woolf decía que son los enfermos los que mejor saben ver el cielo, miran hacia arriba y exclaman: “así que esto es lo que ha estado ocurriendo sin que yo me percatara”.

El cuerpo únicamente adquiere entidad cuando deja de funcionar, se hace presente entonces. Con la mala digestión, mis órganos dejan de ser invisibles, y tomo conciencia de mi estómago, de mis intestinos, de mis flujos y reflujos, que se me aparecen de pronto como por arte de magia.

No negarás que existe cierta poesía en la enfermedad, que construye metáforas, aunque no sepamos si el sentido figurado es el cuerpo o la calavera.
 Que hay una relación, aunque no sepamos de qué clase, entre mente y estómago de la que tomó nota hace tiempo la sabiduría popular: y este tipo me revuelve el estómago y los ojos de este otro me quitan el apetito.

Por supuesto que tiene una explicación científica: existe toda una red de neuronas y neurotransmisores que conectan las paredes del estómago y el intestino con el córtex cerebral y envían información de lo que sucede en el aparato digestivo. Y al revés también.

Pero eso no explica por qué el desamor nos cierra el estómago, por qué la ansiedad nos lo abre a chorro, por qué la culpa nos produce úlcera.

A veces es una odisea rastrear las señales. Leí el caso de un chino que acudió al médico porque sentía un fuerte dolor de estómago, pensaba que padecía una indigestión, que algo le había sentado mal. Resultó que tenía la regla. Además de un pene, poseía útero y ovarios, ocultos en su interior, como solo un cuerpo sabe esconder las cosas. Entró a la consulta del médico con un dolor físico, localizable y salió con un dolor informe, ontológico. Entró como un hombre y salió con todas las posibilidades de género intactas.

No es fácil desentrañar las señales del cuerpo. Rastreamos síntomas que se nos aparecen como símbolos cuyo significado hemos de descifrar, como detectives privados ante un misterio. Hay que encontrar al asesino. Pero pronto descubre uno que la vida no es una novela negra sino más bien costumbrista donde lo que mata son los hábitos, acaso la vida misma.

Y ya no queda otra que masticar bien, y saborear la vida hasta la indigestión, hasta que todo se vuelva visible, justo antes del negro total.

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