Bien de lujo sofisticado. Esa es la categoría que, con mayor proximidad, parece corresponder a la democracia. Un bien que sólo se encuentra al alcance real de los países, que desde la convicción ideológica y la práctica institucional, cuentan con una cultura sostenida por las libertades individuales y políticas. Un cultivo, el democrático, que ha polinizado identificaciones mayoritarias en espacios geográficos culturalmente vecinos.
Una bandera democrática esgrimida para justificar diversas intervenciones, como las de Afganistán e Irak. Una bandera que se pretendió que flamease con mayor ímpetu enfrentándola a una cuidadosa selección de rasgos que descalificaban al adversario: crímenes, torturas, corrupción, sometimiento de la mujer, arbitrariedad y despotismo. Atributos que se enfocaban hacia países concretos, amagando su presencia en otros muchos que no formaban parte del objetivo predeterminado. Una vez divulgada la vileza del país escogido se buscaba algún tipo de reconocimiento internacional, aunque fuera a costa de falsedades y de la compra de voluntades diplomáticas; de este modo, ya se disponía de la escena legal justificativa de la intervención internacional: desde el embargo comercial al ataque militar. Si el conflicto se ensanchaba hasta abarcar este último, la bondad de las bombas se apoyaba, de nuevo, en elevados valores: el control por la fuerza del país invadido constituía el inevitable preludio de una etapa posterior caracterizada por la paz, la reconstrucción, el progreso económico y el acceso de todos a las libertades democráticas. El país dejaría de formar parte de la hez internacional y pasaría a ocupar un lugar visible en el mural de las naciones elegidas. Ha sido con estos materiales como se han construido guiones plagados de palabras tan dignas como mancilladas: nobleza, generosidad, amistad y liberación, entre otras. Una realidad de cartón piedra que, pese a su base propagandística y destellos de fantasía, se ha adquirido con facilidad en los países occidentales y en los que siguen de cerca su estela.
Lo que estos días se contempla en Kabul no es más que un estallido de esa prolongada y costosa farsa. Estados Unidos se introdujo en Afganistán porque entendía que estaba guareciendo a Osama Bin Laden cuando, de hecho, éste era un protegido de otro estado. No fueron las banderas de la libertad y los ecos de los valores democráticos los que llevaron a la conquista del país. Fue el ánimo de vengar el 11S. Una represalia contra 21 millones de personas alimentado por palets con fajos de billetes de 100 dólares, que compraron las voluntades de los señores de la guerra, además de una disfrazada permisividad hacia el tráfico de opio. Las libertades sólo cuajaron, de puertas afuera, en las áreas urbanas, mientras que, en las inmensas zonas rurales y en las impenetrables cordilleras del país, la autocrática voluntad de los líderes locales continuaba siendo la ley dominante.
Se creó, sobre el papel, un ejército de 300.000 soldados, -varias veces superior al español en recursos-, con la finalidad de garantizar que el pasado no regresara. De la cohesión, integridad y heroísmo de ese ejército hablan su rápida y reciente disolución en el anonimato y la inmediata aparición de sus armas en manos de los talibanes. Un escándalo ampliado por la desaparición del gobierno afgano, la huida de sus líderes y la ausencia entre estos de manifestaciones épicas, por simbólicas que fuesen, en defensa de la democracia como pilar político del país.
La experiencia de Afganistán atrae la atención por algo más que las estremecedoras imágenes del aeropuerto de Kabul y de los atentados terroristas. Nos dice que la bandera de la democracia se ha utilizado, una vez más, para cubrir hipócritamente las apariencias. Tranquilizar las conciencias de las ciudadanías de los países occidentales exige que se sientan parte de un bando defensor del bien y la justicia y, por lo tanto, moralmente legitimado para la destrucción de las clasificadas como fuerzas del mal. Una destrucción que, según se asegura a la gente, permitirá que las semillas de las libertades germinen con rapidez en los ciudadanos del país invadido, como si la presencia de soldados, en contacto con la sociedad civil existente, propiciara una suerte de transfusión cultural arrebatadora de las mezquindades de la historia local. En realidad, tras esa democracia inventada, lo que ha crecido ha sido la captación clientelar de parte de la población afgana. La reconstrucción no ha sido más que una excusa para que el caciquismo se afianzara. El dinero ha sido el fluido que ha mantenido vivo un régimen artificial para el que apenas existía un espacio de convicciones reales, solidarias con el bienestar y la voz del pueblo.
Las consecuencias de este modelo farisaico de democracia prêt à `porter van más allá de Afganistán. Supone un vuelco para la confianza que otros países pueden tener depositada en los estados democráticos más señalados: como se ha comprobado, la fidelidad a las alianzas establecidas no ha brillado por su consistencia. Asimismo, el oportunismo mostrado por sus gobiernos representa un baño de realidad para los ciudadanos de los países que han sostenido este baile de ficciones. La democracia, por definición, no se impone: sólo prospera cuando se desea, asume y se practica. Ni siquiera el palo y la zanahoria logran siperar la fábula allá donde existe una amalgama cultural que aúna la ignorancia, el tribalismo, la religión en sus formas más rígidas y excluyentes y las grandes desigualdades económicas, sociales y de género. Las auténticas adhesiones a la democracia sólo nacen de la eclosión de la libertad de pensamiento y de su permanencia. Lo demás es eso: apariencia, simulación y, en definitiva, engaño para unos, auto-engaño para otros y cinismo para la minoría que monta el espectáculo.