Somos una comunidad que suele olvidar pronto a todos aquellos que han hecho algo por nuestra sociedad en todos los campos, aunque también existan excepciones. Aún así, socialmente viajamos con demasiadas prisas y a veces abandonamos a su suerte la memoria de quienes nos han dejado.
Hay algo que nos espera. Se llama muerte. No suele avisar. Pero siempre aparece. Durante los últimos meses, o muy recientes años, hemos ido perdiendo muchos referentes próximos: amigos o conocidos pero siempre respetados o admirados por su trabajo y aportación a la sociedad. Hablo de artistas y territorios: Bellas Artes, literatura, arquitectura, poesía, cine, música… Artistas que han aportado una impronta y una dedicación silenciosa por encima de egos, vanidades e intereses simplemente espurios. Todos ellos, además, dejan un vacío enorme entre amigos y próximos, pero también deberían hacerlo entre la sociedad a la que han servido por su creatividad y aportación personal al desarrollo de la cultura, sociedad y tiempo. Sin embargo, tras las despedidas sentimentales y temporales la gran mayoría pasan al vagón del olvido.
El escultor Sebastià Miralles se iba hace apenas unos días. Así, de golpe, aunque algunos intuyéramos algo debido a su delicada salud a la que hacía frente. La muerte de Sebastià ha sido dolorosa para todos aquellos que le conocimos. No sólo porque se iba un gran escultor, docente y poeta, sino también porque nos ha dejado una persona entrañable, creativa y honesta.
Con su muerte, me ha venido a la cabeza la fulminante desaparición y el vació que produce cada una de esas llamadas de teléfono que notifican un final. También la ausencia que en sus respectivas disciplinas dejan generaciones que nos regalan como despedida un legado inmenso y una enseñanzas solidarias, pero también un abismo difícil de cubrir.
Conocí a Sebastià hace más de veinte años cuando le efectué mi primera entrevista. Me lo presentó José Sanleón. Desde entonces mantuve una relación a veces próxima, otras diluida en el tiempo por las obligaciones individuales y la presión del tiempo. Pero nunca silenciosa ni muy dilatadas. Siempre sincera.
Pendiente de una nueva visita a su casa, al final encontramos fecha. Aquel día en L’Eliana me acompañó el crítico y periodista Rafael Prats Rivelles, ya muy delicado, pero aún así fuerte de espíritu. Pasamos una nublada y fría mañana de sábado hablando de arte e inquietudes alrededor de una chimenea. Vimos todos sus últimos trabajos y diseños. Las piezas que después expondría en el Centre del Carme. Y al final salimos a regañadientes con un ligero pero sincero recuerdo suyo que esperaba desde hacía lustros, y varios libros de poemas. Hoy aquella pequeña obra me acompaña. He de admitir que costó encontrarle hueco. La fuerza y contundencia de aquella pequeña escultura de pared era tal que resultaba imposible hacerla conjugar con otras obras. Tuve que eliminar sin nostalgia otros recuerdos para acomodarla como merecía y reclamaba a gritos.
Estas navidades pasadas, como casi siempre, Sebastiá llamó por teléfono. Quería que nos viéramos. Tenía ganas de charlar. Además, propuso un tema.
-¿Por qué no escribes un artículo sobre la descentralización de la cultura? Ya sabes-, dijo. Todo se condensa en las grandes ciudades, pero hay muchos pequeños municipios que efectúan una gran labor en su entorno y mantienen vivo el arte, el teatro, la música y sin necesidad de grandes subvenciones-, sugirió.
Lo proponía porque tiempo atrás había donado a su ciudad natal, Vinarós, su legado personal para que la Fundació Caixa Vinarós la conservara y expusiera. Aquella donación se había convertido en un acicate social y cultural para la población y su comarca.
La idea me pareció muy interesante. Lúcida. Quedamos en vernos después de las fiestas. Fue entonces cuando recibí una invitación para asistir al homenaje que la Facultad de Bellas Artes le había preparado con motivo de la entrega de la Medalla de San Carlos. Decidí llamarle para darle mi felicitación. Él estaba en el hospital. Había tenido un nuevo bajón. Me contestó con voz débil. No quise agotarle. A las pocas horas volví a llamarle.
-Ves, me recupero pronto-, respondió.
Era cierto. Parecía estar muy recuperado, entendí desde la distancia. Así que pudimos hablar un rato. Le aconsejé no realizar más esfuerzos en casa, el estudio o en el jardín. Él me confesó que había decidido dejar la escultura ya que sus fuerzas no daban más de sí, pero que su creatividad la iba a volcar en el dibujo, la poesía, otra de sus debilidades, y sobre todo en escribir ensayos y reflexiones sobre arte y experiencias vitales. Me ofrecí a colaborar anónimamente si lo necesitaba. Quedamos para preparar algo. No sucedió.
Sebastià fue un escultor de ideas claras, amante del constructivo, las líneas rectas, la contundencia visual y el lirismo de una obra aplastante en su fondo y forma. Piedra, hierro, madera, hormigón, orden, disciplina, simetrías y asimetrías…eran sus argumentos. Él no medraba. Esperó su tiempo. Y costó que lo encontrara públicamente en toda su extensión. Como el de todos aquellos grandes creadores que por convicciones ideológicas, estéticas o personales consideran que una obra debe hablar por sí misma y no por una influencia añadida.
Nos vamos quedando sin referentes personales. Aquellos que han dejado huella humana en nuestras vidas, además de artística. Y, lo peor, se van amigos sinceros y vocacionales. Pero él, como otros muchos, deja escuela entre sus numerosos alumnos, que es lo importante, y ante todo memoria entre quienes le tratamos. Por eso muchos no olvidaremos su nombre y menos su obra. Deberíamos negarnos tanto frente a su trabajo como el de otros muchos, aunque el tiempo intente eclipsar al propio destino.
PD. Joan Fuster, por suerte, continúa en la memoria gracias a quienes lo hacen posible. Su Casa-Museo en el número 10 de la calle Sant Josep de Sueca es un ejemplo de cómo mantener su presencia al margen del tiempo transcurrido y batallas ideológicas innecesarias. Visite su espacio hace apenas unos días. Tiene un gran interés documental y sentimental, aunque de la verdadera casa de Fuster apenas quede casi nada, salvo su rincón. Pero se mantiene su espíritu, que es lo importante. Lástima que no cunda el ejemplo con todos aquellos que se nos escapan sin avisar. Me pregunto qué es hoy de la memoria de tantos y tantos de nuestros homenots. Simplemente, olvido. Somos así. Recuperar figuras y obra sería una buena forma de construir sociedad.