Hace unos días, -aunque ya parezca material de derribo periodístico-, una moción de censura inundaba los mismos medios que ahora le dan vueltas y revueltas a la maternidad subrogada de la señora Obregón. Un claro indicio de la velocidad a la que circulan las noticias. Detengámonos, no obstante, en aquella operación parlamentaria que pretendía cambiar al presidente del gobierno mediante otra gestación subrogada, en este caso empleando al profesor Ramón Tamames de sujeto parturiente por encargo de Vox.
Los cronistas han proporcionado abundante información sobre el profesor pero olvidaron, salvo error por mi parte, que éste obtuvo en 1997 el premio de Economía de los Jaume I y que, como tal, se incorporó, tras su creación, al Alto Consejo Consultivo en I+D+i, un órgano que pretende aprovechar, en beneficio de las políticas valencianas en la materia, a los prestigiosos investigadores que han sido galardonados con alguno de los premios que, en sus diversas modalidades, organiza la Fundación Premios Rei Jaume I con el apoyo de la institución autonómica y de otras entidades.
El profesor Tamames, digamos hace 20 años, ya había recorrido un largo trecho desde su pertenencia al Partido Comunista de España y, en aquellos momentos, encajaba en un amplio grupo de economistas, igualmente reconocidos con los Jaume I: en particular, los profesores Juan Velarde, Luís Gámir, Jaime Lamo de Espinosa, José Barea y Pedro Schwartz. Les unía residir y trabajar en Madrid, ser académicos y, en muchos casos, disponer de acceso a diversos medios de comunicación de la capital, además de combinar su labor universitaria con la actividad económica. No era menor el enlace ideológico que la mayoría compartía, si bien el profesor Tamames jugaba cierto papel de verso suelto, lanzaba señales de perspicacia sobre lo que comenzaba a estar de actualidad, empleaba con agudeza la ironía, eludía discusiones frontales, -aunque en una ocasión el profesor Velarde le reconviniera enérgicamente-, y se significaba por la perseverante atención que prestaba a sus intereses particulares.
Lo que ya se observaba entonces era la pertenencia del profesor Tamames a las élites madrileñas que, acunadas por los poderes públicos y económicos de la capital, no desdeñan trabajar en “provincias” cuando algo les interesa o existe alguien de fácil convencimiento. Unos círculos personales que también ahora, aunque su composición personal se haya modificado, acostumbran a trabajar con criterios endogámicos cuando, como alternativa plausible, podrían operar bajo la forma de redes incluyentes de personas y pensares alojados en las periferias españolas. Grupos de interés que constituyen micro-monopolios, celosos de su posición, ocasionales rivales de quienes pretenden restarles protagonismo desde la cercanía física y la lejanía ideológica, y severos antagonistas de aquellos que, más allá de Madrid, cuestionan con rigor su trabajo y amenazan con romper los densos cordones umbilicales que les unen a sus patrocinadores. Desde esa posición centralista no resulta sorprendente que lo afirmado en la periferia se descalifique subrayando que son aportaciones con bandera incorporada, esto es: que sólo representan particularismos, regionalismos y nacionalismos, mientras que ellos, los críticos, portan almas patrióticas de sangre vieja, como se decía de los cristianos cuando la organización social se encontraba moldeada por la religión.
Hace unos días, tras más de dos décadas, difícil era identificar en el candidato a presidente del Gobierno las características personales que mostraba en el Alto Consejo Consultivo. Más difícil aún resultaba entender el paso dado, prestando a Vox el poso de una extensa y reconocida trayectoria profesional. Pero, en todo caso, son las palabras y las ideas las que no ofrecen ningún género de duda porque se encuentran recogidas en el Diario de Sesiones del Congreso.
Arropando a las nuevas élites que pululan por la capital, Tamames defendió una política exterior centrada en Iberoamérica y, pese a su extenso conocimiento de Europa, no mostró ningún entusiasmo en subrayar ésta como la primera prioridad de la política exterior española. Y ello pese a que los países de América Latina necesitan, principalmente, que España y Portugal ganen protagonismo en Europa para, de este modo, introducir en Bruselas un mayor conocimiento y defensa de sus intereses: así se ha dicho, hasta la saciedad, en las Conferencias Iberoamericanas. Sobar una y otra vez el idioma como gran anclaje entre ambos lados del charco puede estar bien para los fatalistas que todavía dudan de la fuerza del castellano pese a sus 600 millones de parlantes; pero no aporta razones prácticas que estimulen el interés de las naciones americanas, cansadas ya de darle vueltas a una noria de escaso rendimiento.
El proyecto de una política europea sólida, persistente, bien dotada y con una diplomacia activa que no rehúse el concurso de las Comunidades Autónomas, remite principalmente al espacio mediterráneo, a sus instituciones, empresas e infraestructuras: para favorecer a los países latinoamericanos hágase del Arco Mediterráneo el primer pasaporte de España en Europa. El lenguaje de nuestro Mediterráneo apunta formas consistentes con una política exterior del siglo XXI que jubile las nostalgias neo-imperiales bañadas por la melancolía o por el simple deseo de debilitar los fundamentos de la Unión Europea.
Mientras miraba una y otra vez el reloj de la Cámara, molesto por la duración de las intervenciones ajenas, el candidato Tamames quiso aportar su granito de arena al feminismo: refiriéndose a la figura de Isabel la Católica que adorna el hemiciclo, resaltó la valía de la mujer al aseverar que aquélla mandaba más que su marido, el rey (Fernando el Católico). Una frase que encajó a la perfección con la romántica declaración de Santiago Abascal cuando afirmó que “su mujer es la que manda en casa”. Ésta parece ser, para ambos caballeros, la meta última de lo que ha constituido la mayor transformación social de las últimas décadas; una insensata afirmación que escupe sobre un cambio que nada tiene que ver con que ellas manden sobre los varones, sino con una nueva realidad forjada por las mujeres que están logrando mandar sobre sí mismas, sobre sus decisiones, sobre su trabajo, sobre su cuerpo, sobre su rol ciudadano.
El candidato Tamames también elevó el tono para remarcar que, frente a millones de españoles en paro, los inmigrantes encuentran trabajo al día siguiente. Consideró Europa un protectorado de Estados Unidos, una calificación que ni Putin se atrevería a suscribir, y envió a los jóvenes a conocer el campo para combatir la degradación de los bosques. Y, siendo una persona conocedora de la historia española, pareció haber borrado de su memoria que este país nació con la diversidad como característica constituyente. Una diversidad, -institucional, cultural, económica, demográfica y geográfica-, que ahora se combate con el empleo de Madrid como “comunidad modelo”, explotando sus exclusivas rentas locacionales e infraestructuras y predicando un neoliberalismo dogmático de brocha gorda que sirve por igual para reducir inversiones sanitarias, atraer a millonarios latinoamericanos que descapitalizan sus países de origen e interesar a los movimientos evangelistas que no crean mala conciencia recordando la existencia de pobres.
Si se acercaran en particular a la pluralidad territorial, despojándose de las anteojeras de sus prejuicios, las personas como el señor Tamames verían que la mejor economía de España, -reindustrializadora, agraria, turística y comercial-, debe muchísimo a la diversidad geográfica de unos emprendedores y trabajadores que han prosperado merced a un esfuerzo bien alejado de los privilegios. Que la mejor España del conocimiento innovador avanza pese a la centralización capitalina de grandes centros e infraestructuras científicas. Que la mejor España pactista ha encontrado su reflejo en el diálogo social existente en algunas CCAA. Que los visitantes, de dentro y de fuera, no huyen despavoridos cuando escuchan cualquiera de las lenguas que la Constitución adjetiva de españolas. Que la normalidad, el sosiego y la ambición positiva navegan por la mayor parte de las Comunidades Autónomas por más que, en nuestras proximidades, algunos se hayan mostrado abducidos por los cantos de sirena que llegan de la “comunidad modelo”. Constatarían de igual modo que, como ocurre en la Comunitat Valenciana, el sostenimiento de los grandes servicios públicos proporciona un inapreciable colchón de seguridad a las personas y una capacidad de respuesta que mejora con el aprendizaje incitado por las grandes y recientes dificultades.
La sesión se ha levantado. Don Ramón ya puede ofertar su discurso en forma de libro, de esos libros-oportunidad para los que es un avezado oteador. También para Vox ha concluido la función, mientras su líder se felicita de haber dispuesto de una trinchera llamada Tamames que, aun cuando con más imperfecciones que glorias, se ha prestado a predicar un catecismo disperso que disimula la inexistencia de un programa de gobierno. No importa: a este lado del Congreso no se va por ser intelectual sino por digerir un tipo de patria que, lastimosamente encogida en sus símbolos, rechaza la ecuación territorial de España, espejo y recipiente de sus personas: la del patriotismo social, de la palabra encapsulada en razones y de las diferencias territoriales vividas con serenidad, diálogo y vínculos cooperativos.