El historietista norteamericano glosa las luces y las sombras de Margaret Sanger, una de las activistas feministas más relevantes de la historia
VALÈNCIA. Existe un consenso universal sobre los inmensos efectos sociales y médicos que llevó consigo la invención de la píldora anticonceptiva. La aparición de un método sencillo de utilizar y efectivo, capaz de evitar embarazos indeseados -y en consecuencia reducir también el número de abortos-, permanece en el acervo colectivo como uno de los principales avances en la lucha por la liberación sexual de la mujer y la emancipación de su destino reproductivo, lo que inevitablemente abrió también una nueva vía (que todavía seguimos transitando) hacia la igualdad de oportunidades de la mujer en el mundo laboral. Sin embargo, cuando en el año 2010 se celebró el 50 aniversario del descubrimiento del primer anticonceptivo oral –comercializado por primera vez en estados Unidos el 23 de abril de 1960 con el nombre de Enovid-, pocos medios de comunicación hicieron alusión a mujeres como Margaret Sanger (Corning, Nueva York, 1879 - Tucson, Arizona, 1966), fundadora del movimiento a favor del control de la natalidad.
Quizás este olvido tenga algo que ver con la personalidad de esta activista de orientación socialista-marxista, cuyos logros políticos se debieron en gran parte a su temperamento rebelde y tenaz, pero también a su desmesurado egocentrismo y a sus controvertidas relaciones con el eugenismo y el neo-malthusianismo (movimientos abrazados por muchos intelectuales de principios del siglo XX). Basta con hacer una búsqueda en Google para encontrar multitud de citas de corte racista -muchas difundidas por organizaciones católicas “pro-vida”- que han contribuido a ensombrecer su biografía.
Sanger no es precisamente la figura más cómoda del feminismo, por eso sorprende que un dibujante de cómic alternativo tan reconocido como Peter Bagge saliera a la palestra en 2013 para limpiar la imagen de esta mujer vilipendiada, en su opinión, injustamente. La edición en castellano llegó en 2014 de la mano de la editorial La Cúpula, incluyendo los textos anexos en los que el historietista norteamericano amplía y profundiza aquellos aspectos de la biografía de Sanger a los que la lógica narrativa de las viñetas no puede dar respuesta.
La mujer rebelde es el título de este pequeño volumen, que toma el nombre de la polémica revista fundada por la protagonista en 1914 con el objetivo de difundir ideas como el derecho de la mujer a amar libremente y ser madre soltera. El lema de esta publicación, No Gods, No Masters (Sin Dios, ni dueños), era a su vez un préstamo del slogan utilizado por los anarquistas sindicalistas de la época.
Acusada de violar la Ley Comstock, que prohibía la difusión de información sobre anticonceptivos, Sanger tuvo que huir como refugiada a Reino Unido, donde entró en contacto con líderes del movimiento neo-malthusiano como el doctor V.C. Drysdale y su esposa Bessie Drysdale, así como con otros intelectuales progresistas de la época como el novelista H.G. Wellis –firme defensor del amor libre- y el dramaturgo Bernard Shaw -pionero no solo en la defensa de los derechos de la mujer y el vegetarianismo, sino también del eugenismo más extremo, que incluía la eutanasia humana para discapacitados mentales y físicos-. Entre sus nuevas amistades –todas ellas referidas en el cómic- la que quizás influyó más en la activista fue Havelock Ellis, considerado como el primer sexólogo de la historia y también un célebre friki. A pesar de ser uno de los estudiosos más revolucionarios de la época en su campo (su posición abierta con respecto a la homosexualidad escandalizaba al propio Freud), era incapaz de mantener relaciones sexuales. Su único fetichismo, al parecer, consistía en ver orinar a mujeres (entre ellas, a la propia Sanger).
A su regreso a Estados Unidos, abrió en Brroklyn la primera clínica de planificación familiar del país, que fue rápidamente clausurada por la policía. Sanger y su ayudante fueron arrestadas y enjuiciadas por ello, hecho que la inteligente activista aprovechó para aumentar su proyección mediática. A pesar de los obstáculos legales que se le pusieron por delante, consiguió abrir una grieta en el sistema que ya no volvería a cerrarse.
Bagge, conocido sobre todo por las dos series de cómic Mundo Idiota (1985-1989) y Odio (1990-1998), pone su expresivo estilo caricaturesco al servicio de una biografía muy intensa, con múltiples ramificaciones políticas y culturales. La historia de Sanger es la historia del progresismo de izquierdas de la primera mitad del siglo XX; un ecosistema al que también pertenecían personajes tan variopintos como la líder anarquista Ema Goldman, responsable de la sede de la Escuela Moderna en Nueva York a la que Sanger y su marido enviaron a sus hijos. A título anecdótico, cabe destacar que este centro, que promulgaba una educación “mixta, racionalista, secular y no coercitiva”, se basaba en el método ideado por el libertario español Francisco Ferrer, fusilado en 1909 en Cataluña.
Muchas de las anécdotas escogidas por Bagge para retratar la vida de Sanger son sumamente crudas (entre ellas, el fallecimiento de su hija o los peligrosos abortos caseros que se autoinfligían muchas mujeres sin recursos económicos que no sabían como podrían dar de comer a más hijos), pero el dibujante se las apaña para compensar el drama con la comedia implícita en la personalidad excesiva de la protagonista. Los relatos propios y ajenos que se conservan de la época describen a una mujer inasequible al desaliento, que jamás aceptaba un no por respuesta. Una gran manipuladora, experta en provocar a los podres fácticos –especialmente a la Iglesia Católica- para conseguir atención mediática, así como en el arte de sacarle los cuartos a todo tipo de mecenas millonarios (Rockefeller, entre ellos) para destinarlos al desarrollo de una píldora anticonceptiva oral.
Sanger no era ninguna santa, ni tampoco pretendía serlo. Ni la maternidad ni los vínculos familiares eran capaces de apartarla de sus objetivos, aunque con ello dañara a las personas de su círculo más íntimo. Bagge trata de reflejar las luces y las sombras, las consistencias y las contradicciones, de una mujer radicalmente progresista por una parte, pero convencional por la otra (por ejemplo, era contraria al aborto, la pornografía y al lenguaje soez). El aspecto de su biografía que sí rebate el autor de La mujer rebelde es el que vincula a Sanger con ideas eugenésicas de raigrambre racista. Hay que tener en cuenta que, a pesar de declararse contraria al nazismo alemán, al parecer Sanger defendió en algún momento el control de la reproducción entre personas con discapacidades”.
El tema es tan espinoso que obliga al autor a extenderse sobre él en el epílogo del libro: “Es triste pero a veces hay que recurrir a las fuentes originales para descubrir cuál es la verdad, puesto que incluso la gente que defiende la libertad de elección y la planificación familiar suele tragarse esas mentiras sin cuestionarlas. Incluso alguno de sus biógrafos, que en otras cuestiones simpatizan con ella, les cuesta superar su utilización de conceptos obsoletos como negrata o retrasado, como si Sanger hubiera podido saber que cien años después se considerarían palabras poco apropiadas, y con ellas demostrara cómo era realmente, no a sus contemporáneos, sino a la gente del futuro”. Insiste Bagge que “no he podido encontrar ni un solo ejemplo donde se generalizara de forma despectiva sobre una raza o grupo étnico específico, ni en público ni en privado (a menos que decida sacar algo fuera de contexto, claro). Y eso que escribió mucho durante su vida”.
La figura de Margaret Sanger continúa rodeada de incógnitas, pero lo que parece claro es que, con sus virtudes y sus defectos, fue una mujer que vivió y hablo como quiso, y solo respondió ante sí misma.