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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

La música de las palabras y los libros

24/04/2016 - 

VALENCIA. Prefiero leer libros a escribirlos, pero si todo el mundo pensara así y actuara en consecuencia no tendría nada interesante que leer. En estos días en los que los libros son protagonistas, y admirando siempre mucho a los catalanes por haber inventado la mejor fiesta del mundo, escribo esta reflexión sobre cómo en mi camino los libros se han ido cruzando con la música.

Comparto en redes sociales un artículo reciente de Luis Gómez Canseco en el que se establece una analogía entre Ignatius Reilly y Don Quijote, la cual concluye que Ignatius es a la vez Quijote y Sancho Panza. A continuación los comentarios se suceden velozmente, poniendo en evidencia lo mucho que queremos a Ignatius. La publicación de La conjura de los necios de John Kennedy Toole, que llegó a España en 1984, si no recuerdo mal, supuso el encuentro con un clásico inesperado. Es uno de esos libros que cuanto más leo, más disfruto y parte de la culpa de que regrese a él cada tanto,  la tiene Jorge Albi. Cuando trabajábamos juntos en Intervalencia Radio, justo en el año en que La conjura de los necios llegó traducida a las librerías, Jorge –que a modo de homenaje bautizó su programa como La conjura de las danzas- solía decirme que yo era como Ignatius. Lo decía con esa socarronería suya de Alcoi y yo no me lo tomaba muy bien que digamos, pero ahora sé que algo de razón tenía. Lo corroboro cada vez que me pierdo en las páginas del libro y me reconozco en la capacidad para atisbar el caos del incontrolable Ignatius. Sé que no exagero cuando, en ocasiones, siento por él el rechazo que nos producen los demás cuando descubrimos en ellos gestos y reacciones que no nos gustan y que en realidad también son nuestras.

Hay un hombre en el mundo llamado Ignatius

Ignatius y la novela en la que vive forman parte de la constelación literaria en la que me siento como en casa. La literatura me ha ayudado a ordenar, asimilar y procesar lo que he descubierto y disfrutado en otros campos del arte y la creación. A través de la lectura, las palabras ajenas, que al fin y al cabo son las principales herramientas de mi trabajo, contribuyeron a dar forma a las mías. Pasé la infancia leyendo tebeos del Pato Donald, Pumby, la Editorial Novaro y Mortadelo; después viví inmerso en los cómics de Marvel; y ya con la llegada del rock, nació mi interés por ciertos escritores con los que fui familiarizándome sin darme cuenta. Hoy acumulo libretas llenas de anotaciones y muchas de ellas son de libros; frases, diálogos de los que sentía la necesidad de conservar mientras los leía, e intentar hacerlos parte de mí al transcribirlos.

Libretas repletas

Tengo manuscritas frases de La conjura de los necios, claro, pero también de El guardián entre el centeno de Salinger y de Éramos unos niños, de Patti Smith.  Versos de Gil de Biedma y algunas reflexiones de sus Diarios. Pasajes de Delmore Schwartz y Nelson Algren; todos los aforismos posibles de Oscar Wilde y fragmentos de La señora Dolloway de Virginia Woolf; ciertas enseñanzas extraídas de Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett. Poemas de Jim Morrison, greguerías de Ramón de la Serna. La definición del suicidio que hace Martin Amis en Tren nocturno; algunas de las agudas observaciones de David Byrne en Diarios de bicicleta.  Párrafos enteros de Richard Ford, Sam Shepard, Raymond Carver y Tobias Wolf que nuestro profesor nos enseñaba en el taller de escritura creativa al que acudí en Madrid durante años. Rastros de John Banville y Jeffrey Eugenides; de Benjamin Black, de Patricia Highsmith y Raymond Chandler. Más frases de Rodrigo Fresán y Vila-Matas. Pasajes de The Master: retrato del novelista adulto, de Colm Tóibín. Niebla, de UnamunoCinco horas con Mario, de Miguel Delibes y Las Ninfas de Francisco Umbral. Micropoemas de Ajo y citas de Jardiel Poncela; y algunos diálogos de Breaking bad y A dos metros bajo tierra que en realidad don novelas que nunca adquirieron forma de libro.


El libro del Gay Rock

Al igual que Alaska siendo adolescente también me compré  el libro Gay Rock de Eduardo Haro Ibars, aunque he de admitir que muchas de las cosas que decía el texto no acabaron de convencerme. Lo quise porque salía Lou Reed, pero la mayoría de los artistas que aparecían en sus páginas –Bowie, Alice Cooper, Roxy Music…- tardarían unos años en interesarme. Me hice con él  en una librería de segunda mano que había en la plaza en la que la calle Ángel Guimerá se cruza con Abastos y Juan Llorens. El título me resultaba exótico. A mis 15 años la homosexualidad solo era algo un concepto artístico o intelectual, una especie de cualidad divina inherente a seres de otro planeta como Lou Reed.


Warhol en el Carmen

Otro libro que durante mis años inocentes me marcó –sus páginas están llenas de subrayados con lápiz- fue Andy Warhol Superstar, de Stephen Koch, la versión en castellano de Stargazer, el primer ensayo que se publicó sobre el cine experimental de Warhol. Lo vi en la librería Cap-i-Cua, situada en la calle Roteros, pegada a una de las pocas tiendas de música de la ciudad que en 1978 traía discos de importación, Cara B. Una tarde fui a recoger un álbum que tenía encargado –podía ser de Patti Smith, de The Tubes, de Mothers Of Invention…- pero el disco no había llegado aún –a veces tardaban meses en hacerlo-. La decepción me duró poco. Cuando pasé por el escaparate de Cap-i-Cua y vi la portada de Andy Warhol Supertsar, que parecía estar expuesto allí para mí, entré, lo hojeé y resolví gastarme el dinero reservado para el disco en aquel libro. Esa noche la pasé observando las fotos de Warhol en ese sitio magnético y misterioso llamado la Factory, siempre deseoso de encontrar más información sobre Lou Reed y The Velvet Underground. De eso había más bien poco en aquellas páginas, pero ya daba igual. En mi afán investigador me sumergí en un mundo nuevo y descubrí lo que eran los hombres travestidos, la mirada del voyeur y la presencia del dandy. Era un viernes por la noche.


La conjura ha comenzado

A lo largo de más de tres décadas ejerciendo el periodismo he tenido la oportunidad de escribir también algunos libros. Todos ellos tuvieron su importancia en el momento en que los hice, y hay uno de ellos del que estoy especialmente orgulloso porque sé que si lo leo me gustará como si su autor fuese otro.  Escribir un libro es una experiencia apasionante, pero yo prefiero leerlos. Cuando escribo siento como si me vaciara más de lo recomendable; la ironía es que, al ser la escritura lo que hago para vivir y también para existir, me resulta imposible dejar de hacerlo. En cambio, si leo el proceso funciona a la inversa pero cumple una función muy parecida al anterior. No siento que tenga muchas cosas que decir, pero las que son caben perfectamente en una novela más bien corta y rara, como su autor, que cuando ve los noticieros y pasa tiempo de más en las redes sociales tiene la insoportable sensación de que la conjura de los necios realmente ha comenzado.

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