Donald Trump ha afirmado en público que los países africanos, además de otros americanos, son unos países de mierda. Este chisgarabís millonario que el mundo tiene de presidente por defecto ya dio señales de su necedad al poco de ocupar su puesto en el Despacho Oval de la Casa Blanca cuando opinó que el cambio climático era un invento de los chinos para desbancar la economía estadounidense. Lejos de ocultar la ignorancia que le aqueja (“Donde hay vergüenza habrá alguna vez virtud”, escribió Samuel Johnson), el hombre de la cara color calabaza ha admitido sin reparos que su principal fuente de información es el canal televisivo sensacionalista Fox News.
Al poco de llegar el locuaz Trump a la presidencia de Estados Unidos se despedía en España otro presidente corto de luces, Mariano Rajoy, quien sin embargo ha disimulado bastante bien su condición ignara hablando poco por su cuenta y dejándose preguntar lo menos posible. Ahora, a pocas fechas de su despedida de la política, y ya ejerciendo de vuelta en su puesto volante del registro de la propiedad de Santa Pola-Madrid, lo que más recuerdan sus conciudadanos en compilaciones de las redes sociales son los dislates y meteduras de pata que cometía las pocas veces que hacía uso de la palabra propia. De la cerámica de Talavera a la elección del alcalde por los vecinos y de la desconfianza de los inversobres al silogismo truncado “No es lo mismo votar a unos que a otros. No es lo mismo. Dicho de otra manera: es muy distinto, muy diferente”, son demasiado conocidas para reiterarlas.
Las improvisaciones genialoides de Rajoy evocan los errores certeros de la amiga de Jorge Luis Borges, Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich, oportunamente recogidos en el libro Borges de Bioy Casares sobre su genial amigo. Por ejemplo, esta: “Inútil que me hables, Georgie. Tengo la cabeza puesta en sombreros”.
Lo cierto es que la necedad de un buen número de presidentes de los países más grandes e influyentes del mundo puede parecer un enigma, pero no lo es tanto debido a la paradoja que presenta todo sistema de representación basado en la opinión pública. Por una parte los candidatos, luego dirigentes, no deben acreditar ningún certificado de conocimientos para emprender la carrera hacia la magistratura, ni siquiera el que se exige al empleado de más baja cualificación. Esta identidad negativa es la que llevó a Robert Louis Stevenson a definir la política como “aquella profesión para la que no se necesita preparación específica”. Por otra parte, sin embargo, una vez elegido para desempeñar el más alto cargo, el jerarca es exaltado por el círculo de su camarilla, admiradores y simpatizantes, pero también por los simples gobernados, a un estatuto de conocedor y experto, cuando no de profundo estadista.
De la sublimación que obra el poder proceden las leyendas que convierten al cabecilla en caudillo por la gracia de Dios y al jefe de bandoleros en rey nimbado por el aura del carisma. Una vez asentada en la potestad, la figura del líder atrae como un imán virtudes y hazañas ajenas o simplemente inventadas; el común le atribuye entonces decisiones providenciales que nunca tomó (así el incendio de las naves por Hernán Cortés) o frases célebres que nunca pronunció (así “el Estado soy yo” por Luis XIV). Una confesión en petit comité del secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger nos suministra una pista de la fuente psicológica de esta atribución de excelencias al vencedor. Antes de ascender al cargo de secretario de Estado, explicaba Kissinger, sus interlocutores ocasionales juzgaban que no sabía contar chistes; ahora, sin embargo, pensaban que la culpa era de ellos, incapaces de entender su significado profundo. A los próceres les conviene en general el título de esfinges sin misterio. Confundiendo prudencia con inteligencia, los oyentes creen que su silencio oculta grandes dosis de saber. Debido a la necesidad psicológica que tienen los dirigidos de creer que “todo va bien”, de que “estamos en buenas manos”, tienden a atribuir a sus dirigentes unas facultades intelectivas de las que suelen carecer, pues no son esas cualidades las que en general conducen a la jefatura. En general, es el cargo el que dignifica a la persona y no al contrario. El lema 'No hay gran hombre para su ayuda de cámara' nos sugiere que el ayuda de cámara conoce al gran hombre mejor que sus admirados visitantes porque ante él se muestra con mayor naturalidad. Sólo un insider como el canciller sueco Axel Oxenstierna pudo confesar en confianza: “Te sorprenderías, hijo mío, si supieras con qué tonterías se gobierna el mundo”.
La ignorancia supina de tantos presidentes que ascienden a la más alta magistratura sin mayor mérito que hacer negocios o subir peldaños en el Partido que casi les vio nacer (no nos olvidemos de Zapatero y Pedro Sánchez ahora que el jovial Pablo Casado empieza a asomar en el horizonte con sus cursos no cursados) debiera traernos a la memoria la definición lacónica de Henry Troyat: político es aquella persona que ya hace el bien cuando no hace el mal.