Montar un restaurante, creo yo, nunca es una buena idea (horarios infernales, clientes tocapelotas, influencers de pacotilla y cronistas gastronómicos con ínfulas de Brillat-Savarin) pero sin duda es ahora cuando ha mutado en la peor idea de la historia, ¿no creen? una pandemia planetaria, cierres por doquier y una crisis económica a las puertas sin precedentes, cágate lorito.
Pero es que si de algo puede presumir el hostelero es precisamente de no achicarse ante el peligro ni bajar los brazos, nuestros cocineros y cocineras son como la orquesta del Titanic: seguirán tocando cuando las ratas huyan pisando suavecito la moqueta del Congreso. Pero vamos al turrón, que me pierdo. Hace exactamente diez años escribí un artículo para El Mundo titulado 'la generación Camarena' (a Ricard creo que no le gustó mucho el asunto por aquello de su yo más discreto) con la idea de retratar a un puñado de talentos que asombraban a la ciudad por su desparpajo y creatividad: el propio Camarena, Patiño, Bego, Raúl Aleixandre, Nacho Romero o Platero.
si de algo puede presumir el hostelero es de no achicarse ante el peligro
Pues bien, yo intuyo una eclosión similar en este presente tan surrealista: una nueva hornada de cocineros y cocineras (también empresarios, casi siempre) con los suficientes mimbres en común como para ser tildados como generación: una cocina más pegada al recetario tradicional, enfoque sin reservas por el producto local y aspiraciones más sencillas —más clientes felices y menos Estrellas. Ojalá no olviden nunca este sentir austero.
Rondan los treinta palos y no tienen miedo al futuro, porque ellos y ellas lo son. Algunos nombres: Vicky Sevilla de Arrels, Sergio Giraldo, Manu Yarza, Karlos Moreno de Oganyo, Pablo Margós del Trinquet, Carlos Monsonís de Sonata 32, Fernando Ferrero de La Cábila, Jesús Gor de Basea, Ana López y Óscar Pecero de Apapacho, Edu Espejo de Honoo o Daniel Malavia y Roseta Félix desde Fraula.