Los funcionarios se incorporan al trabajo presencial con carácter general por más que, en algunos centros de trabajo, se haya optado por retrasar el proceso o establecer un nuevo marco en el que el teletrabajo avance hacia su consolidación. Es probable que la mayor parte de las discusiones venideras se sitúen en torno a esta cuestión. También, en la adecuación del espacio de trabajo a las medidas de seguridad; en el cobro, allá donde no se haya producido todavía, de la revalorización salarial del 2% prevista para el actual ejercicio; o en la celebración de las oposiciones pendientes.
Si éste es el curso inercial de las cosas, y lo que se observa parece avanzar en dicha dirección, los funcionarios habremos recaído, una vez más, en esa propensión que lleva a alejarnos de la ciudadanía y alojarnos en el egocentrismo. A hacerlo cuando, como ha quedado de manifiesto en la historia de la pandemia, la sociedad ha diferenciado dos grupos de empleados públicos: el que ha ocupado la primera línea de la pandemia y aquél que ha seguido el drama del covid-19 alejado del riesgo.
Un doble y lógico rasero vinculado a la especialización del trabajador público, aunque, en el segundo caso, sería una muestra de transparencia conocer qué proporción de empleados ha ejercido su desempeño mediante el teletrabajo y qué intensidad diaria les ha requerido; aunque sólo sea para obtener información útil en el diseño de futuras reacciones ante contingencias similares.
Entre esas reacciones a futuro, la más elemental es, asimismo, la más obvia: que aquellos sectores de las administraciones públicas con escasa carga de trabajo refuercen a los que sufran la circunstancia opuesta. Con la mayoría de los plazos administrativos interrumpidos por el estado de alarma ha sido notorio que, incluso allá donde el teletrabajo resultaba posible, la carga global de tareas tendía a reducirse. Mientras, en el extremo opuesto, los empleados públicos dedicados a calificar las solicitudes de ERTE o a tramitar las concesiones individuales de la prestación, se han visto desbordados y sometidos a presiones y críticas inmerecidas.
Simultáneamente, hemos encontrado a personal de administración, cocina o limpieza con poco o nada que hacer en su lugar de trabajo, mientras que los centros sanitarios y residencias experimentaban desbordamientos, máximo estrés e impotencia. Simples ejemplos de hasta qué punto las organizaciones públicas mantienen aislados sus recursos, incluso en los peores momentos, como si fueran esferas navegando en distintas y distantes dimensiones espaciales.
Con similar estupefacción hemos contemplado que una administración, con buen criterio, se ha planteado que el personal público no sujeto a teletrabajo y resguardado en su domicilio recuperase, cuando fuera posible, las horas de trabajo correspondientes a las jornadas de confinamiento establecidas por el gobierno para los trabajadores no esenciales; o que los ERTE se empleasen por las empresas públicas a las que eran de aplicación. Esto es, que lo establecido para el trabajador por cuenta ajena en las firmas privadas se extendiera al trabajador público. Pero he aquí que los organismos correspondientes no lo han contemplado siempre con buenos ojos y, aun cuando la justificación sonara a frágil e incluso a posible enjuague, se haya impuesto como criterio arrastrar los pies y silbar al cielo. ¿Cuantificará alguien el coste para las haciendas autonómicas y locales de esa nueva muestra de timorato paternalismo?
Pese a los anteriores chirridos, ignorancias mutuas y ausencias múltiples, puede que algunos aún estén convencidos de que las características que adornan el empleo público son inconmovibles y que permanecerán en la senda de la prodigalidad ilimitada. Ojo a una presunción tan frívola. Estamos al inicio de lo que será una crisis económica cuya crudeza todavía no se ha manifestado. Que la liquidez y la transferencia de rentas fluyan ahora no oculta que es a costa del endeudamiento público. Una deuda de recorrido limitado para que sea sostenible, por lo que la futura priorización del gasto público será muy dura sólo para sostener los servicios públicos fundamentales. Que las condiciones económicas y de trabajo de los empleados públicos queden al margen de las restricciones es un deseo, pero en ningún caso una certeza: la pandemia ha distinguido a unos empleados públicos frente a los restantes y sólo aquellos que la sociedad conceptúa de eficaces disponen de un cordón de seguridad enhebrado por el reconocimiento ciudadano.
Quizás algunos, desde el corazón más reaccionario de las administraciones, se sientan capaces de vencer la influencia de la distinta afección ciudadana, confiados en esas cualidades filibusteras y oportunistas que se asientan sobre el cortoplacismo clientelar y el cabildeo con determinados responsables públicos. Frente a esa postura rancia, arrogante y de inevitable caducidad, más valdría conquistar a la opinión pública como corresponde: mostrando y demostrando que, cuando las circunstancias lo precisan, el funcionario no se arruga, sino que se crece en su condición de servidor público.
Puede que, ahora, esa respuesta se encuentre en la prestación temporal, y sin contraprestaciones, de tiempo de trabajo voluntario más allá de la jornada habitual, en tanto se normaliza el tráfico de papeles y se aplana la pila de expedientes acumulados. O en el refuerzo, asimismo voluntario, de las áreas de las administraciones más aquejadas por la aglomeración de acciones pendientes. Sería una muestra de esa vocación de servicio que se supone que ilustra el quehacer funcionarial y que, en última instancia, también es una respuesta sensata a la preservación del statu quo del empleado público.