La agrupación valenciana recorrió, en el programa de este viernes, el tiempo que va desde 2011 a 1832, con una importante escala en 1932. Y lo hizo en sentido inverso, empezando por lo más moderno (Haas), pasando por Ravel, y acabando con Mendelssohn. La dirigía en esta ocasión Alexander Liebreich, y Varvara era la solista de piano en Ravel
VALÈNCIA. El programa tenía, entre otras cosas, el atractivo del propio camino: 179 años de evolución musical en tres instantáneas, con obras bastante características de cada una de ellas. Porque hay compositores que, todavía hoy, escriben música como hace dos siglos. No es el caso de Georg Friedrich Haas, del que se escogió su obra Chants oubliés, con toda su carga de contemporaneidad. El Concierto para piano en Sol, de Maurice Ravel, recoge muchos aspectos de la música que se hacía en la década de los 30. Mendelssohn, por último, es un buen representante de la primera generación del Romanticismo.
Otra virtud de este programa es la combinación de partituras muy conocidas, como la de Ravel, con otras que se escuchaban en directo por primera vez (la de Haas, que se estrenaba en España) o que, a pesar de una larga historia, se programan bastante poco: es el caso de la llamada “Sinfonía de la Reforma”, de Mendelssohn. Para los intérpretes, los saltos en el tiempo, en el estilo, y el abordaje de obras nuevas o poco trilladas suponen, sin duda alguna, un esfuerzo adicional. A la vez que representan un estímulo indudable y fructífero. Para el público todo son ventajes: hay momentos para sorprenderse con lo nuevo, para recrearse en la música que nos es familiar, y para admirar composiciones ignoradas de autores muy conocidos.
Georg Friedrich Haas, nacido en 1953, es uno de los nombres más reputados dentro de la música contemporánea. Ha trabajado en lo que se llama “música espectral”, muy asociada al microtonalismo. No es éste el espacio adecuado para intentar explicar ninguno de los dos conceptos, pero, simplificando mucho, podría decirse que la música espectral trabaja básicamente con los armónicos de los sonidos, ya sea por medios electrónicos o a partir de instrumentos acústicos. Este es el caso de “Chants oubliés”. También se observa en ella la microtonalidad, es decir, el uso de intervalos más pequeños que el semitono y que, de hecho, son muy frecuentes en ciertas músicas tradicionales, por ejemplo, de los paises árabes e, incluso, en bastantes giros melódicos del flamenco.
“Chants oubliés” ofrece, ligado a todo ello, una labor minuciosa en los matices de intensidad y en las formas de ataque de cada sonido, con frecuentes glissandi (que también se utilizan, aunque con mayor discreción, en la música clásica y, muy abiertamente, en el jazz): consisten en ir de un sonido a otro pasando por todos los intermedios posibles. El público advertiría, seguramente, la frecuencia con que los violines, por ejemplo, deslizaban los dedos de la mano izquierda sobre el mástil, mientras el arco se mantenía frotando la misma cuerda: es una manera de obtener numerosos “microtonos” que, además, eran alterados tímbricamente por la forma de ataque, la intensidad y numerosas técnicas encaminadas a cambiar el “color” del instrumento. De cambiarlo hasta extremos sorprendentes.
Los 27 profesores de la Orquesta de Valencia que interpretaron esta partitura, manejaron con destreza todas esas habilidades, logrando, por otra parte, que la música no se escuchara como un simple experimento, sino con su correspondiente carga expresiva. Y tiene su mérito, porque no es éste un repertorio que manejen con frecuencia. La denominación de la obra, Chants oubliés, remitía a la atmósfera sugerida por la música, que parecía asomarse al olvido de objetos, personas o músicas todavía existentes, pero que sólo cobran algo más de entidad a partir de una visión o recuerdo puntual, para, luego, difuminarse otra vez.
Quizá por eso, la frontera con el silencio puro se hizo casi imperceptible, exigiendo de los músicos un dominio completo en las gradaciones del pianissimo. También lo piden los reguladores hacia arriba, o la multitud de variaciones a las que se somete un mismo sonido. Basta mirar la partitura para vislumbrar las múltiples variaciones y cambios a conseguir en una nota que, a veces, se repite sin cesar, pero que nunca suena igual: un trabajo, en suma, de detalles y exigencias minuciosas que ponen a prueba la técnica de cualquier instrumentista.
Señala Theo Hirsbrunner sobre el Concierto en Sol de Ravel, la permanencia en la simplicidad que se había producido ya en obras anteriores de este compositor, “renunciando a la grandiosidad de la música anterior a la Primera Guerra mundial”, un camino hacia la sencillez que, en este caso, logra una felicísima plasmación. De ahí que la orquesta en este Concierto, rica en colores, aparezca siempre con una textura diáfana y transparente. El piano desarrolla su labor desde una perspectiva llena, asimismo, de luminosidad y limpieza.
Parece éste un marco muy adecuado para las cualidades de Varvara, una pianista de gran nitidez y equilibrio en sus recorridos por el teclado, un manejo delicado del pedal, y un fraseo muy imaginativo. Sin embargo, se percibieron de nuevo los mismos problemas que en su actuación con Gergiev y la Orquesta del Mariinski en la misma sala (enero 2017). El sonido es muy pequeño, demasiado pequeño. Incluso en esta obra, cuya gran orquesta no está en absoluto dirigida a conseguir una música densa y potente, el piano desaparecía, literalmente, con demasiada frecuencia. A pesar de que, tanto la batuta como la orquesta, ponían todo su empeño en no taparla.
También se vió con el Mariinski, al igual que con la Orquesta de València, su tendencia a unos rubatos bastante caprichosos. En este caso -sobre todo en el primer movimiento, donde las referencias al jazz son abundantes-, podía tener como excusa las libertades que con la métrica se toman los músicos de jazz. Pero tales libertades, deben encuadrarse en el marco del swing, ese balanceo genuino de la música afroamericana que tanto les cuesta imitar a los intérpretes de clásica, especialmente a los europeos. Aunque luego, claro, podemos encontrarnos con la paradoja de escuchar una cita casi textual del Porgy and Bess ( “Bess, you is my woman now”, -dicho en el slang que utiliza Gershwin para los personajes de color-) en este concierto de Ravel... y resulta que el Concierto es dos años anterior al estreno de la ópera del americano. ¡Sorpresa!
Resulta evidente, sin embargo, que el lenguaje del jazz requiere de un adiestramiento del que no se dispone, por lo general, entre músicos europeos, aunque sí anida con frecuencia en cualquier orquestina de los teatros de Broadway, no necesariamente de color. Y Varvara debería olvidar el rubato como sustitutivo, porque Ravel tampoco exige perentoriamente el swing. Más acertados se mostraron los vientos valencianos en esas breves “interjecciones musicales” que en el jazz se llaman riffs y que Ravel también incorpora aquí. Pero el fraseo caprichoso de la pianista en el primer movimiento, unido a su muy escasa potencia, restó encanto a una versión que, en otros parámetros, como el de la claridad del tejido orquestal, funcionó muy bien.
No tan nítida resultó la ejecución de la Quinta Sinfonía de Mendelssohn, llamada de “La Reforma”, y que, en realidad es la segunda compuesta tras las sinfonías juveniles que casi nunca se programan. Ésta tampoco se hace mucho, aunque méritos no le falten. Estamos ante el apasionado intento de un joven de 23 años, y con origen judío, de rendir homenaje a Lutero en el tricentenario del nacimiento de su iglesia. Como no era un artista del montón, sino una persona cultivada, quiso extender su mirada hacia el papel de la música en el luteranismo, y tuvo que girarse hacia los corales, mirar de frente a Juan Sebastián Bach, integrar el contrapunto que tejían órganos, voces e instrumentos en la liturgia... tuvo, incluso, el instinto de utilizar el Amén de Dresde (de Johann Gottlieb Neumann) que, bastante después, retomaría Wagner en “La prohibición de amar”, Tannhäuser y como Leitmotiv del Grial en Parsifal. También lo utilizaron Bruckner y Mahler. Aparecen asimismo en la Quinta un himno de Lutero, y hasta un movimiento en ¾ que parece evocar un ländler. Trató de integrar, en fin, el pasado de la música alemana y, sin saberlo, llegó también hasta su futuro. El nazismo, en agradecimiento, lo borró del mapa por su origen racial.
Y, sin embargo, resulta increíble lo que un veinteañero sabía ya de esa música, cómo fue estructurando los diversos componentes, así como el amor y el esfuerzo con que la trató. Seguramente el objetivo planteado le venía, por su edad, todavía algo grande. Pero lo cierto es que esta “Sinfonía de la Reforma” plantea una panorámica seria y genuina de lo que la música ha significado en Alemania, y que esta obra merece un reconocimiento muchísimo mayor del que se le otorga.
Alexander Liebreich la dirigió con emoción, pero no logró esa limpieza y ajuste extremo que el contrapunto requiere. La orquesta sonó más turbia que en la primera parte, y, sin embargo, no fue en absoluto fría la interpretación. Quizá por eso, o por la forma de manejar un programa tan diverso, la batuta recibió el aplauso no sólo del público, sino de una orquesta que dio, entusiasmada, golpes con los pies sobre la tarima del escenario, como muestra de complacencia indudable con el trabajo del director.