Las ficciones más rentables de la Historia son probablemente Dios y la personalidad jurídica de las sociedades de capital.
Imagina que eres un señor en pleno s. XVIII, un acomodado comerciante burgués o, incluso, alguien ajeno al comercio, pero con algunos ahorros de rentista, y oyes en el club privado que frecuentas que se está preparando una expedición a tierras lejanas para concluir un provechoso negocio. La idea te seduce: está bastante bien y se prometen unas ganancias abundantes si se consigue reunir el dinero suficiente como para preparar la expedición, que es tremendamente costosa y, además, tiene un riesgo importante de fracasar. Y a alguien con imaginación se le ilumina la bombilla: constituiremos una sociedad de capital cuya responsabilidad no pueda trasladarse al patrimonio de los socios.
Algunos burgueses y rentistas viven en una lucha interna: les sobra el dinero y lo quieren invertir, pero son tremendamente aversos al peligro inherente que toda actividad económica entraña. Por eso, como no parece existir suficiente incentivo para ellos con los esperados beneficios, la participación en este tipo de sociedades se promueve limitando el riesgo al que van a verse expuestos sus socios. Esta segunda zanahoria se ofrece porque, en teoría, de la creación de este tipo de sociedades se deriva un beneficio social. ¿Nos interesa tanto como para eliminar el patrimonio de los socios como garantía de la satisfacción de la deuda derivada del ejercicio de la actividad económica? Aparentemente sí, porque lo que se persigue es fomentar la creación de sociedades que requieren la aglutinación de grandes concentraciones de capital para poder acometer la tarea que una única persona no habría podido llevar a cabo por sí sola. Hasta aquí bien.
Pero tenemos un problema: las cosas, o conjuntos de cosas, en este caso un patrimonio separado al que han contribuido con su aportación los socios, lamentablemente, no pueden tener derechos ni obligaciones. Para superar este obstáculo tenemos que inventar una ficción. A este capital inanimado se le insufla por el legislador, a través del hechizo de la inscripción en el Registro mercantil, vida o, al menos, la posibilidad de ser sujeto de derechos y obligaciones, que es básicamente lo mismo en la esfera jurídica. Separando el centro de imputación de las relaciones jurídicas y desplazándolo desde los socios individualmente hacia la sociedad, se crea un dique que divide -en las sociedades de capital, muy claramente- la responsabilidad de la sociedad de la de los socios, conteniéndola e impidiendo que se extienda a estos últimos.
La digresión más larga de la historia, pensaréis. No obstante, en realidad, todo esto viene por un motivo: yo venía aquí a contar que proteger el patrimonio individual de los socios está razonablemente bien porque nos beneficiamos todos, no sólo ellos. Y para aquellos supuestos necesariamente extraordinarios en los que se abusa de la personalidad jurídica la jurisprudencia ha tenido que remangarse y ponerse ingeniosa con la doctrina del levantamiento del velo. En esta misma línea de contener el fenómeno allí donde no genere beneficios para la colectividad, ir más allá en el reconocimiento de personalidades jurídicas, como está pasando, me parece peligroso.
La creciente proliferación de personalidades jurídicas a que estamos asistiendo es en ciertos casos, directamente, una deriva que puede llegar a considerarse antisocial. Por ejemplo, algunas sociedades estiran un poquito el chicle y utilizan este escudo jurídico para esquivar la responsabilidad, ocultándose tras el manto de otra personalidad jurídica, creando una maraña de pequeñas personalidades, cada una de ellas protegiendo pequeños patrimonios que se separan artificialmente, pese a que económicamente tengan y persigan el mismo objeto económico. De esta forma, ya no se trata de preservar el patrimonio de los individuos, sino de las propias sociedades del grupo a través de cortafuegos jurídicos. No hablo de sociedades socias de otras sociedades al estilo matrioshka corporativa, sino de sociedades que fraccionan y reparten su patrimonio entre distintas sociedades, no porque tenga sentido desde la perspectiva de funcionamiento económico, sino desde el de la ingeniería jurídica potencialmente evasora de responsabilidad. Esto parece un poco enrevesado, lo sé. Y de eso se trata.
El otro día leí que General Motors, una de las empresas cuyos orígenes prácticamente son contemporáneos a la fundación de los Estados Unidos de América (esto, evidentemente, es una exageración, pero es una empresa muy longeva) estaba haciendo una desinversión o escisiones empresariales y adoptando una nueva estructura organizativa, muy parecida a la de Alphabet, la matriz cuya filial central es Google, pero que participa otras sociedades con apuestas más atrevidas, menos seguras, como Waymo. ¡Qué maravillosa forma de separar, con personalidades jurídicas independientes, las empresas arriesgadas de forma que el capital siempre esté protegido y el riesgo contenido, mientras que los beneficios sí son compartidos! Divídete y vencerás, deben haber pensado. Precisamente el caso de GM nos resulta más llamativo por el procedimiento de fraccionamiento al que se ha tenido que someter tras muchos años de actividad que parecía ser perfectamente posible y funcional sin esta ingeniería jurídica. Pero la mayor parte de empresas actualmente ya optan por una división patrimonial desde su origen, por lo que pueda venir.
Una conformación de la actividad empresarial así compartimentada en diferentes sociedades ya no parece, en cambio, tener sentido desde una perspectiva social. Aunque sea técnica o jurídicamente viable, debería apreciarse como una estrategia abusiva si se utiliza para proteger el propio patrimonio de la empresa entendida no en sentido jurídico, sino en el económico. Precisamente porque los jueces ya han advertido este tipo de estrategias han tenido que desarrollar, a su vez, una serie de tesis dirigidas a asegurar la porosidad o permeabilidad de las sociedades, ignorando, en muchas ocasiones, la ficción jurídica de la personalidad en favor de una aproximación económica al fenómeno societario. Como ha pasado en Derecho de la competencia con la doctrina de la unidad económica y con la responsabilidad por daños, que permite a los reclamantes dirigirse contra una serie de sociedades pertenecientes al grupo (cumpliendo determinadas condiciones), aunque no se trate de la persona jurídica que materialmente ha llevado a cabo la infracción, a fin de sujetarla efectivamente a la indemnización y garantizar que la deuda se satisface por quien se ha beneficiado del ilícito, y que a fin de cuentas, cuando lo que hay que asumir son beneficios, sí aparecen perfectamente alineados como unidad de destino.
En el mundo societario posmoderno, la personalidad jurídica ha de entenderse como una institución líquida, que ha de analizarse a partir de una aproximación económica a la realidad del funcionamiento del mercado, asegurando la liquidez y la responsabilidad de quien está obteniendo los beneficios del grupo. Además, esta tesis, que genera, sin duda, inseguridad jurídica y vuela por los aires una creación cuya utilidad se ha prolongado a lo largo de varios siglos, debería extenderse fuera de las fronteras del Derecho de la competencia en pos de una solución más justa y equitativa, pero también más consciente de cómo funciona en la actualidad la economía en la que operan estas ficciones. Porque las instituciones están para servir al interés público, no para defraudarlo.