El otro día recordaba la vicealcaldesa Sandra Gómez a Fernando de los Ríos. En concreto la frase de que ‘en España lo único pendiente es la revolución del respeto’. Lo hacía a cuenta de una polémica que no merece mucho más debate, precisamente porque sólo haría que enturbiarlo. Pero la reflexión del exministro republicano tiene un profundo recorrido hoy en día. De hecho, hace sólo unas semanas la socialdemocracia alemana ganaba las elecciones, tras casi dos décadas, utilizando como lema de campaña la frase ‘respeto por ti’.
Probablemente porque, como cuando se produjo la frase de Fernando de los Ríos, reivindicar hoy el respeto es una actitud revolucionaria, afortunadamente menos arriesgada que entonces. El lo hacía no sólo bajo acusaciones de extraños y algún propio, sino en un ambiente que acabó en barbarie. Pero en la actualidad hay tres elementos que hacen necesario traer su reflexión a primera fila. El primero, evidentemente, el propio ambiente hostil a la palabra y el consenso en la política. El insulto como argumento o la descalificación a la persona, en lugar de a las razones. Este asunto cae, bajo mi punto de vista, por su propio peso. Pero, además, existen a mi juicio otras dos poderosas razones para hablar o en los que reivindicar la revolución del respeto; la tiranía del mérito y la pretendida guerra cultural. Están íntimamente ligados con el primero, porque sin ese ambiente hostil no serían posibles o de no existir estos no tendría lugar ese ambiente. Es difícil establecer que fue primero. Pero, en toco caso, merecen una atención particular.
La tiranía del mérito que ha sido estudiada, entre otros autores, por Sandel, supone la construcción social de una sociedad estratificada entre quienes encajan en la idea de éxito y quienes no. Sociedades construidas sobre la idea de que existen posiciones que merecen un respeto por encima de otras. La justificación sería aparentemente neutral, porque presupone que para llegar a ese estatus sólo habría contado el esfuerzo. El ‘mérito’. Pero, sin entrar a desgranar los datos que demuestran como, tristemente, uno de los principales ‘méritos’ sigue siendo, hoy en día, el entorno social del que provengas, aceptar esta diferenciación significa romper las sociedades. Es la consagración de que unas aportaciones son valiosas y otras son las que quedan a quienes no han podido alcanzar las primeras.
Ante esto, la reivindicación del próximo canciller alemán era el respeto por aquellas profesiones y personas que han sido desplazados de la idea de éxito en el imaginario colectivo. En esta tiranía del mérito. ¿Qué sería de las sociedades sin las personas que realizan esos trabajos y por qué han de recibir menos consideración? Claro que durante la pandemia los y los médicas han sido imprescindibles, pero también los y las celadoras, transportistas o cajeras. Unas no merecen más respeto y consideración social que otras. No sólo porque sin unos no existen los otros, sino porque aceptar este marco es reducir la idea de ciudadanía a la capacidad productiva, medida solo bajo los estándares del mercado. Y no. La ciudadanía va más allá, pero las aportaciones que cada cual realiza van también más allá de cómo se valora públicamente o no su grado laboral. De hecho, tengo la convicción que el modelo de sociedad del respeto, el de una sociedad sana y sin segregación, se construye asumiendo que nadie puede creerse más que nadie. Un licenciado que mira por encima del hombro a un trabajador manual sólo demuestra que el título no le ha acredita una gran capacidad para comprender el mundo que le rodea.
Sí existe la necesidad de luchar contra las desigualdades materiales en paralelo hay que contrarrestar a las emocionales. Porque por las segundas se justifican las diferencias intolerables de las primeras. ¿O acaso el primer paso para aceptar la existencia de situaciones precarias no es convencer a la gente de que no merecen más?
Y, por otra parte, está pendiente la revolución del respeto frente al planteamiento de guerra cultural. Esa que pretende confrontar buenos y malos, en nuestro caso, españoles. En la definición ultraconservadora que se da en nuestro país a la identidad. Establecer una frontera entre lo que está aceptado por esa moral y prohibir lo que está fuera de ella. Precisamente, bajo la justificación de considerarlo irrespetuoso con el resto. Negar incluso la tolerancia, aunque no implique ni mucho menos respeto, sino distancia o, en el mejor de los casos, conllevancia.
Ha ocurrido hace nada con la denuncia de abogados cristianos contra el reparto de libros de temática LGTBIQ en los institutos de Castellón. La excusa, el respeto. Como si el respeto no implicara, precisamente, la querencia por aprender de las otras realidades. Respetar es querer conocer, aunque no se comparta. O, precisamente, cuando no se comparte. Argumentar que son inapropiadas las frases o las temáticas, supone preferir que, o bien se desconozcan realidades o se acceda a ellas fuera del ámbito educativo. Algo que precisamente deberían evitar los que consideran reprochable, incluso ‘peligroso’, el contenido de esos libros.
Me parece evidente que no reivindican, como dicen, el respeto. Ni mucho menos el derecho a educar en los valores que cada cual considere. Reivindican el derecho a veto. No se denuncia que alguna familia se vea impedida para educar en su moral o ética, porque evidentemente esto no ocurre. Sino que se solicita tener la exclusiva sobre aquello en lo que se educa a los jóvenes. En cierta manera, se pide el derecho a la censura de otra moral o ética. No el derecho a la educación libre, sino el veto a que se desarrollen libremente su personalidad, siendo educados conociendo diferentes realidades.
Ojalá y todas las personas jóvenes tuvieran acceso a una educación donde leyeran de todo. Aquello con lo que se esté más de acuerdo y aquello con lo que no se está. Porque, hasta para formarte opiniones en contra, se necesita conocer la realidad contraria. Es eso o acabar en el fanatismo.
Una sociedad no puede construirse a largo plazo en un ambiente público hostil. Ni bajo el esquema de ganadores y perdedores, ni bajo el de buenos y malos. Una sociedad que respeta no es la que genera ciudadanos de primera y de segunda. Ni morales aceptadas y censuradas. Una sociedad que respeta no es la que hace desaparecer todo aquello que contradice e incluso ofende, en mis parámetros subjetivos, lo que pienso. Ni nadie tiene derecho a mirar a otro por encima del hombro, ni a nadie le hará mal leer esos libros. Lo que nos hará a todos mejores es caminar la revolución del respeto.