VALENCIA. El 22 de febrero de 2015, la todavía alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, pronunciaba en la Crida fallera uno de sus discursos más tristemente recordados. Un acto en el que siempre nadó como pez en el agua se convertía en esperpento tras enlazar una balbuceante retahíla de palabras inconexas en una lengua similar al valenciano. Posiblemente por primera vez en 24 años, se escucharon más pitos que aplausos. Los medios de comunicación, especialmente los nacionales, no tuvieron piedad: el 'caloret' fue quizá el principio del fin. La burla se colaba en magazines y realities políticos: cuando un dirigente ya no recibe ataques racionales hacia su gestión sino mofa y chanza todo indica que se ha iniciado la cuesta abajo.
Barberá falleció este miércoles en Madrid a los 68 años, como consecuencia de un infarto, poco después de haberse confirmado su defunción política. Esta primera muerte no fue tan fulminante, se alargó 21 meses cada vez más agónicos desde aquel ridículo de la Crida hasta su declaración el pasado lunes en el Tribunal Supremo sola, sin ningún apoyo de excompañeros del partido en el que militó 40 años.
El episodio del 'caloret' fue un aviso del que ni ella ni los que la rodeaban supieron sacar la única conclusión posible: Había que retirarse. Faltaban tres meses para las elecciones municipales y pocas semanas para designar candidatos. Y Barberá perseveró, aunque los siguientes meses fueron muy duros. El deterioro de la relación con su mano derecha, Alfonso Grau, a causa del caso Nóos era irreversible. Los partidos emergentes crecían a izquierda y derecha: la alcaldesa batalló frontalmente con Ciudadanos, su único posible aliado, tratando de aplicar un torniquete a la sangría de votos azules.
Trató de ofrecer, contra toda lógica, la última victoria a Rajoy en el Cap i Casal, pero se tuvo que conformar con que el PP fuera el partido más votado con un solo concejal de diferencia sobre Compromís. La emblemática alcaldesa popular, aunque quedaba cerca de repetir con un hipotético pacto con Ciudadanos, recibía un memorable varapalo en las urnas: de 20 concejales a 10, de 208.722 votos a 107.435. Todo quedó resumido gráficamente la noche electoral en aquel abrazo a su compañero de partido Serafín Castellano y aquella exclamación: "¡Qué hostia! ¡Qué hostia!".
Pero la otrora todopoderosa alcaldesa no supo irse. No supo antes de las elecciones y dejó escapar la oportunidad que le brindaba la derrota. "Cuando algo se complica, yo no soy una rata que salta, cojo el timón, enderezo el barco, pongo la velocidad de crucero y adelante para volver a gobernar Valencia", aseguró el 13 de mayo de 2015 en plena campaña electoral. Sin embargo, la derrota fue demasiado dura de digerir. No pisó el Ayuntamiento de Valencia –dimitió como alcaldesa la víspera– para no tener que dar la vara de mando al candidato de Compromís y nuevo alcalde, Joan Ribó, algo que le afearon sus rivales políticos. "No ha sabido perder", señaló aquel día un concejal del tripartito.
Después de perder el consistorio que había sido su casa durante 24 años, Barberá se refugió en el Senado –elegida por Les Corts–, donde asistió al estallido y evolución de la Operación Taula. Una causa por presunto blanqueo de dinero que salpicó también a casi medio centenar de integrantes de su equipo en el Ayuntamiento y a ella misma, que tuvo que declarar en el Supremo este mismo lunes como investigada por el presunto pitufeo –blanqueo en pequeñas cantidades– relacionado con la campaña electoral de las últimas municipales.
El calvario se prolongó durante meses. El debate sobre si Barberá debía abandonar su acta en la Cámara Alta se convirtió en asunto estrella, y su casa, en un punto habitual de reunión de periodistas. Sus apoyos en el PP fueron cayendo: la exalcaldesa defendió su inocencia en varias ocasiones y proclamó en rueda de prensa el pasado mes de febrero que no dimitiría. Y no lo hizo. Pero finalmente el partido de su vida, con su amigo Mariano Rajoy de líder, la dejó caer: Barberá anunciaba su baja de la formación popular a principios de septiembre. Desde su entorno aseguran que ese trance, verse obligada a dejar el PP, fue el más doloroso de esta etapa.
Atrás quedaban 24 años al frente de un consistorio en el que Barberá destacó por su personalidad arrolladora y su gran habilidad política. Soñó una Valencia que, por momentos, pareció hacer realidad con grandes eventos como la Copa América, la Fórmula 1, la Visita del Papa... y obras emblemáticas –y faraónicas– como la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Una etapa deslumbrante, al menos para buena parte del electorado, que le llegaba a otorgar un respaldo del 57% en 2007.
Pero tras el fogonazo vinieron tiempos sombríos: el fracaso de su plan para el Cabanyal, el atasco de la Marina Real, el agujero de Feria Valencia... todo contribuyó a generar una sensación general de fin de fiesta que permitió crecer a fuerzas de la oposición que, durante lustros, no le habían hecho ni un rasguño a la alcaldesa de Valencia.
Barberá deja atrás un PPCV sin ningún interlocutor en Madrid que esté cerca de alcanzar el nivel de influencia que ella tuvo y a unos partidos de la oposición que pierden a uno de sus blancos preferidos. Y, por supuesto, también deja a unos extraños en el Ayuntamiento que hizo suyo durante dos décadas y media.