Vivimos bajo la dictadura de la piel. En verano más. El culto al cuerpo prevalece sobre cualquier otra consideración. Ya no hay ni ideales ni valores a los que agarrarse. Los curas y los ideólogos han sido sustituidos por los cirujanos. Y no hay mayores enemigos que las arrugas y los pelos
Daría lo que fuese por escribir como Curzio Malaparte. De padre alemán, su verdadero nombre era Kurt Erich Suckert. Malaparte reflejó, con cinismo y ternura, la decadencia de una Europa que se suicidó dos veces en la primera mitad del siglo XX. Participó como soldado en la I Guerra Mundial y como periodista en la segunda. Se afilió al Partido Fascista italiano y fue uno de los niños bonitos de Mussolini, pero cayó en desgracia y acabó confinado en la isla de Lipari cinco años. Al terminar la II Guerra Mundial fue absuelto tras ser juzgado por colaboracionismo. Poco después se afilió al Partido Comunista y, en los últimos años de su vida, expresó su admiración por Mao Zedong, a quien conoció en persona.
Malaparte, escritor fascista como Pirandello, Marinetti y D’Annunzio, es una rara avis en la literatura del siglo pasado. En 1931 publicó Técnica del golpe de estado. Pero se le conoce sobre todo por dos extraordinarias novelas: Kaputt (1944), que narra su experiencia de corresponsal de guerra en el frente oriental, y La piel (1949).
Los primeros días de este agosto sucio de calor los dediqué a leer La piel. En ella Malaparte es el protagonista-testigo del desembarco de los aliados en el sur de Italia, en septiembre de 1943, y la huida de las tropas alemanas. Por si esto fuera poco, describe el Vesubio entrando en erupción. En la página 160 de La piel, Malaparte dice lo siguiente: “Es la civilización moderna, esta civilización sin Dios, la que obliga a los hombres a dar tal importancia a la piel. Hoy día no cuenta nada más que la piel. […] Todo es cuestión de piel humana. Nadie se bate ya por la justicia, por la libertad, por el honor. Se bate por la piel, por la asquerosa piel”.
Estas líneas publicadas en los años cuarenta fueron premonitorias a los ojos de un lector de 2019. ¿Hay en nuestras democracias de pladur algo superior a la piel? A menos que nos dejemos vencer por el autoengaño, no hay nada más poderoso que la piel, la asquerosa piel.
Si paseáis por las calles de València y Alicante, fijaos en la gente. Pronto advertiréis el llamativo número de peatones, hombres y mujeres, que han convertido la piel en su único patrimonio. Sin posibilidad de acceder a una vivienda, con dificultades para comprarse un coche, trabajando con contratos basura y todavía en casa de los padres, esos peatones han descubierto las enormes posibilidades que ofrece cada centímetro de su piel para tatuarse.
La obscena proliferación de los tatuajes es un signo de los tiempos. De futbolistas a modelos, de cantantes a peones de albañil. Tatuados desde las piernas hasta el cuello. El tatuaje, que era la marca reconocible de los presos de Ocaña, se ha extendido como la mala hierba, siendo una grave amenaza para todo aquel que aprendió unas mínimas nociones de estética personal. Muchos de esos tatuajes son repugnantes —por ejemplo, los de Sergio Ramos—, pero es que el mundo es repugnante. ¡No hay mayor coherencia!
La obscena proliferación de los tatuajes es un signo de los tiempos. De futbolistas a modelos, de cantantes a albañiles. Tatuados desde las piernas hasta el cuello
Pero no renunciéis todavía a seguir paseando por Colón o Maisonnave. ¿No alcanzáis a divisar a unas señoras de sesenta años con cuerpos de adolescente, cinturas de avispa, y rostros que recuerdan a los del Jocker y Leticia Sabater? Entonces os surgirá una razonable duda: ¿pasaron por un quirófano o por una empresa de recauchutados? ¡Qué patética es la vejez, queridos amigos! Y cuánto dinero saca el sector de la cirugía estética de las inseguridades y los miedos de esas pobres mujeres.
La tiranía de la piel, el pavor a la vejez, el querer gustar a toda costa, les lleva a ponerse en manos de unos cirujanos que líbrenos Dios de cuestionar su profesionalidad. Pero no sólo se trata de mujeres; también de hombres, de esos hombres que se operan los glúteos para tener un culito prieto. Por no hablar de los alargamientos de pene, anunciados en webs y de resultados inciertos. Un amigo de un amigo probó con un gel que garantizaba un crecimiento de siete centímetros, y resultó ser una filfa.
La dictadura de la piel, el culto al cuerpo, los gimnasios a los que nos apuntaremos en septiembre, las cabinas de bronceado y, por supuesto, la depilación. Antes acabar vuestro paseo haced memoria. Os habéis cruzado con un centenar de muchachos con unas piernas que ya las hubiera querido tener Grace Kelly. Piernas de bailarinas del ballet del Bolshói de Moscú. Los ciclistas como Vicente Belda fueron precursores en esto. La piel se aviene mal con los pelos. Pelo y piel son antagónicos. Por eso, en la playa es tan difícil distinguir el cuerpo de una mujer del de un hombre de menos de treinta años. Triunfa lo andrógino, la ambigüedad, el tercer sexo.
Malaparte fue un visionario cuando pronosticó el triunfo despiadado de la piel. Otro gran escritor, André Gide, fue más allá al afirmar que la profundidad es la piel. El hablaba, probablemente, de la piel de adolescentes marroquíes. El autor de Los monederos falsos estaba en lo cierto porque la piel —con la que tal vez hemos sido demasiado severos en este artículo— puede ser el principio de todo, incluso de eso que algunos llaman amor y sobre lo que escriben los poetas pelmazos. Muertas las ideologías, enterradas las religiones, ridiculizados los ideales en los que creyeron los antiguos, la piel, una piel hermosa, suave y fina al tacto, una piel de una mujer o un hombre deseados es en lo único que creemos a estas alturas. Otra cosa es que esté a nuestro alcance.