Nada hacía prever, al contrario de lo que sucede con la hagiografía de los dictadores, que un chaval de nombre Giuseppe Chierchia no sólo cambiaría e influiría la música que estaba por venir, sino que dibujaría el espíritu de una época. Ni siquiera cuando en el 79 Giuseppe, rebautizado con el nombre artístico de Pino d’Angiò, lanzaba su primer single. Nada parecía predecir el triunfo de ese tipo que, con un físico a mitad camino entre Ayrton Senna y el conde Lecquio, cantaba con un timbre de voz tan grave que rompía el estereotipo de italiano con voz atiplada. No había signos, no había pistas, ni siquiera indicadores que avanzasen el triunfo de este tipo hasta que él y su compay Enrico Intra tomaron los acordes del bajo de Ain’t No Stoppin’ Us Now (1979), obra de dos afroamericanos con nombre de bufete de abogados de Manhattan -McFadden & Whitehead- para hacer una versión, utilizarla como base de su tema Ma quale idea (1980) y erigirla en canon de Pachelbel posmoderno, convirtiéndola en uno de los samplings más empleados en la música disco, funk o house hasta el día de hoy (con permiso del piano del Needin’ U de David Morales). Sin embargo, Pino fue algo más que un vanguardista o un influencer musical, algo más que un chulo sin gomina, de colgante de oro y whisky cola en vaso de tubo, Pino fue arquetipo de un esprit du temps, un ejemplo de una época que amenaza con marcharse sin decir siquiera adiós.
Chierchia era un todo en uno, un all in, era un poco dandy como Bryan Ferry y otro poco f*cker como el vocalista de Spandau Ballet, era iconoclasta como los Ramones, y poseía el toque cómico de los Clash, era tan Sinatra y tan Jobim por su ironía, y tan salvaje en su actitud como Tom Jones, un Tony Manero con querencia por la sfogliatella de ricota. Chierchia era un poco todo, y todo él, porque el mayor éxito de Pino es que apestaba a verdad, a ragazzo de suburbio que se cuela en los bares por la puerta de atrás, al Brando de Kazan con su sguardo de serpiente, a ese amigo que leía a Pasolini por la tarde y que tomaba DYC hasta el amanecer, un East End boy que acudía a las discotecas a ligar con West End girls, que gozaba del ingenio de Fellini, el desparpajo de Mastroianni y la intensidad de la mirada de Cardinale, que fumaba como un estanquero, debatía sobre Sartre o Camus, y pedía pizza fritta con las liras que encontraba en el bolsillo.
Pino era una sobremesa de verano, era el arte de llevar americanas con camiseta de propaganda debajo, era una llamada por la tarde y sin remite, un periódico en papel que mancha, un abrazo cuando todo el mundo había partido, era un roce leve de rodillas por debajo de la mesa, era el solomillo que te sirven en su punto sin pedir, el placer de lo verbal, l'insoucience del que conduce bajo el sol del mediodía, era un repostaje sin dinero, un relato de aventuras, era el acertijo de dos líneas, un garabato infantil, una caja de bombones sin sabores, era temer la ausencia de miedo, apropiarse de lo bueno, rechazar lo involutivo, columpiarse hasta olvidar la gravedad, impregnarse de salitre, arena y jugo de limón, olvidar siempre la fiesta y asumirla como estado natural.
Pino era un verano interminable, una habitación abierta y soleada, un paseo por Verona, un sonido a Nino Rota y su paleta de pasteles, una siesta en la tumbona, era un James Joyce crepuscular y un Ionesco corporativo, era azul hasta el extremo e inconsolable en su virtud, era el que olvidaba los problemas y no dormía hasta pasadas las dos, era un boli que no escribe y otro que ha estallado al terminar el folio, era un baby-let-me-show-you, paz, conflicto y energía, y una copa de Negroni que te sirve un camarero con mandil.
Pino fue la idiosincrasia de lo italiano, el estandarte no-conocido de la Europa de Jacques Delors, la banda sonora de los vuelos de Boris Yeltsin, de los transistores que sintonizaban Voice of America, de los ángeles humanos de Wenders, de edificios de ladrillo negro, y de Bond cuando todavía se vestía en Savile Row. Pino fue argumento y solución, el espíritu de un tiempo que fenece, era el Zeitgeist que se va cuando aún no han encendido las luces, una etapa que no es buena o mala sino otra, no es peor o mejor sino todo lo contrario, una etapa que se va como se fue la de Sinatra, Jim Morrison o Miles Davis. Una etapa que amenaza con marcharse y que se marcha -de hecho- sin decir adiós ni pagar la última copa.