¿Saldremos alguna vez de aquella València casposa y coenta o tenemos que asumir de una vez que en realidad la llevamos dentro? Esta misma semana Eduardo Zaplana ha vuelto al ojo del huracán en el marco de la Operación Lezo y yo no puedo evitar pensar en los fantasmas de una València de la que, me temo, no será tan fácil escaparse
Yo sigo amando la València vibrante, creativa y transversal de Paco Roca, Todolí, Vicent Martínez o Savage. La huerta de Toni “Misiano”, el talento de Patiño, Camarena o Morell y la verdad tras tantos puestos del mercado de Ruzafa o el Cabanyal. Creo, en serio, en este Mediterráneo abierto y vital, pero con lo que de verdad no puedo es con las miserias de siempre (ya cansan, ¿no?) y este puñado de tristezas gastronómicas que todavía arrastramos. Y lo que nos queda.
No puedo con la cocina de quinta gama (alimentos cocinados por un tercero, envasados y conservados de forma que sólo necesitan ser calentados por el restaurador), ni con toda esa gastronomía de cuartel que abarrota tantos y tantos locales en el centro. Ese “turismo de alpargata” que solo quiere comer barato, y que es precisamente el turismo por el que han apostado nuestros políticos. No puedo con los italianos (no lo son todos, eh) cutres de Cánovas, con la paella congelada de Paelladores ni con las bravas que no son bravas, no son más que ‘chips con ketchup’.
No puedo con casi ninguno de los atentados a la salud, la ética y la estética que pueblan nuestro querido paseo Marítimo y que protagonizaron, por cierto, nuestro artículo más leído del año: los peores restaurantes de València. ¿En serio queremos un cap i casal que mire al mar? ¿Para qué? Si yo estoy a un tris de pasear por el paseo con mascarilla, como un japonés taciturno...
No puedo, ya que estamos, con el sushi artificial y correoso de tantos antros de comida a domicilio (yo qué sé: Sushi Rico o Amazing Tokio) que poco tienen que ver -esos makis y ese arroz duro como una piedra pómez- con la delicadeza de la cocina kaiseki o el respeto artesanal de tantos sushimans a sus nigiris, nattōs o usuzukuris.
No puedo por los afterwoks de las narices, los gintonics con fresas ni la cultura de la Valencia nocturna del ‘Upper’, Las Ánimas, Jockey y el plasta de turno con la china mona de tacón alto y tarifa plana en Solmanía. No puedo, evidentemente, con el musicón que tantas veces suena allá por el espigón que bordea La Marina de València (con lo perfecto que es el sonido del mar…) ni puedo con los camatas que no tienen el más mínimo interés en el vino que sirven (“¿un verdejo fresquito?”). Detesto el secano cultural en el que se ha convertido esta ciudad y no digamos ya la Ciudad de las Ciencias —querido director de programación del Cacsa, te voy a contar un secreto: ni hemos visto Caminando entre Dinosaurios en un Planeta Prehistórico en 3D, ni lo veremos.
No puedo con la rendición (sin armas, además) de esta ciudad a la cerveza, con la cultura del mamoneo ni con esa actitud tan nuestra de seguir pensando que la culpa siempre es de los demás. Que el problema no es nuestro.
Pues traigo malas noticias, tetes: sí lo es.