Los centros educativos hacen un esfuerzo por aligerar la carga emocional de los niños después de la catástrofe. «Lo más importante es ofrecerles un lugar seguro en el aula», advierte la psicóloga Martín-Sacristán
VALÈNCIA. Castellar está en la periferia del desastre. La pedanía recibió el baño que manó de esa cicatriz, el barranco del Poyo lo llaman, que ha quedado para siempre en el rostro de la provincia de Valencia. En Castellar también pasaron susto, también estuvieron en vela, también perdieron coches, también barrieron lodo y también sacaron muebles podridos a la puerta de casa. Eso sí, no hubo misa de difuntos, aunque algunas familias se apresuraron a colgar del balcón la imagen de Nuestra Señora del Lepanto. Es un pueblo que ya está en pie. Su colegio, el CEIP Castellar, fue el primero de todos los municipios afectados que abrió sus puertas. Lo hizo el primer día posible, el martes 5 de noviembre, como los de València, como los de los pueblos que se libraron del torrente de agua. Ahí está Pinedo, que se salvó porque el agua se desvió hacia La Albufera, cuando era la siguiente ficha de ese efecto dominó que empezó en las tierras altas y bajó por el dichoso barranco.
La vida va reanudándose en esta franja del territorio y, por la carretera que une Castellar con Pinedo, pasando por El Tremolar —otro de los grandes olvidados—, se cruzan los tractores y los jóvenes con las botas sucias con la gente que pasea al perro o va a trabajar. Estos días se ven cosas raras. Un hombre circula con su escúter por la carretera y con el brazo sujeta una senyera que ondea al viento. Al final, en el CEIP Pinedo, las madres, sobre todo, y los padres van llegando a cuentagotas con los niños cogidos de la mano. Los monumentales atascos que soporta todo aquel que sale a unas carreteras totalmente colapsadas hacen que los primeros días muchos lleguen tarde al colegio.
Después de dejar a los hijos en clase, los padres se reúnen en un corrillo para compartir sus penas. Hablan de los muertos que aparecen en los campos, de la gente que salvó el pellejo de milagro, de la desgracia que se ha extendido por toda la contornà. «Los niños se enteran de todo. Más que nada porque se asoman a la ventana y ven el barro; bajan a la calle y ven el barro. No preguntan mucho. Son todo inocencia. El otro día, Mateo me dijo que estaba muy contento, porque estaba lloviendo, y así los muebles se iban a limpiar, y, cuando se secaran, los iban a poder volver a guardar. Hoy, están felices de volver a ver a sus amigos, a su profe, creo que hay un cumpleaños…», cuenta una madre a la puerta de este colegio rodeado de playas, dunas y campos de arroz.
Dentro del cole, el primer golpe. En el suelo, unos al lado de otros, como en un rebaño, están los sombreros de bruja que deberían haberse puesto el jueves para celebrar Halloween. No hubo clase. No estaba València para fiestas. La directora, Lola Canosa, recibe a los menores este primer día cargada de incertidumbres. «No sé cómo van a llegar. Nosotros vamos a intentar tratarlos con normalidad, aunque nos faltan ocho compañeros y tres monitores de comedor porque están en zonas afectadas. Algunos han vivido situaciones dramáticas. Estamos acogiendo a alumnos de otros centros, sobre todo de Horno de Alcedo, porque compartíamos la ruta de transporte».
Los primeros días, las mañanas, vienen marcados por la congestión del tráfico. Las carreteras son un caos y los padres llegan con retraso. Canosa confía en la capacidad de los pequeños para abstraerse de algunas desgracias. «Los niños tienen la suerte de que lo viven todo de otra manera, pero han visto cosas muy dramáticas. Tengo mamás que han estado atrapadas con el agua al cuello. Y eso los niños lo saben, pero no sé cómo lo llevarán. Vamos a trabajar estos días mucho a nivel emocional, con diferentes dinámicas que hemos preparado tanto la Conselleria como los profesores. Pinedo no se ha visto afectada, pero sí que los desalojaron a la una. Han vivido una situación diferente y sus familias han estado yendo a los pueblos a ayudar».
Otro asunto que rondaba por la cabeza de la directora del CEIP Pinedo, un centro educativo muy reputado, era la proximidad de la playa donde, dicen, han aparecido algunos cuerpos que ha devuelto la marea. «Claro que me preocupa lo que pueda aparecer en la playa. Nosotros hacemos muchísimas actividades en la playa y vamos a estar un tiempo sin ir». Este centro, como todos los de València, estuvo cerrado desde el martes a las cinco de la tarde hasta el martes a las nueve de la mañana, cuando fueron reapareciendo los cuatrocientos diez alumnos de tres a doce años, de Infantil y Primaria.
La Conselleria de Educación, después de comprobar que había noventa y dos centros afectados, ha buscado espacios disponibles para crear aulas para los colegios perjudicados y así poder realojar a sus 24.000 alumnos. Un movimiento que obligaría a organizar nuevas rutas de transporte escolar. En Castellar ya han llegado los primeros realojados. Un niño de La Torre llega el segundo día después de la Dana acompañado de su madre y con cara de susto. Aún falta media hora para el inicio de las clases y el chiquillo, muy formal, callado, intimidado y con las rodillas muy juntas, espera sentado en una silla a que lleguen sus nuevos compañeros. La jefa de estudios lo ha recibido en la entrada del colegio con una gran sonrisa y le acompaña hacia dentro, mientras le pasa el brazo por encima de los hombros.
A las nueve y media ya se ha formado la cola a la entrada. Justo al lado trabajan unos operarios que, gracias a un camión cuba de Bilbao, están succionando lo que hay dentro de una alcantarilla. Algunos padres llegan con un chándal y unas zapatillas salpicados de barro, pero llevan de la mano a su hija impoluta y con una trenza fabulosa. Un par de madres de Castellar explican que poder dejar a sus hijos en el colegio supone «un alivio». El primer día volvieron muy contentos después de reencontrarse, una semana después, con sus amigos. Los chavales estaban muy excitados porque se encontraron con nuevos compañeros. «Es una forma de volver a la normalidad, desfogarse corriendo y recuperar la rutina. Los parques y el polideportivo están encharcados y, muchas veces, hemos tenido que dejarlos con un hermano o, incluso, con una vecina».
Cada uno lo ha vivido de una forma. La hija pequeña de Sandra no se enteró de la riada porque ya estaba durmiendo. En cambio, Mateo, el benjamín de Mari Carmen, sí que lo vio todo. «No se podía dormir porque estaba muy nervioso. Y sus hermanos, que son adolescentes, no paraban de chillar que venía el agua y que se llevaba los coches. Mateo ahora tiene pesadillas con el agua y le cuesta mucho dormir. Mi hijo el mayor, el de diecisiete, está todo el día en la calle ayudando en Alfafar, pero la de trece no quiere salir de casa. Lleva una semana encerrada. Ha bajado a ayudar a limpiar el negocio familiar, pero, en cuanto acaba, pregunta si puede volver a casa».
Carolina Martí ya está preparada para recibir al alumnado. Ella es la jefa de estudios, y no para de moverse y de contestar el teléfono. Aquí, como en Pinedo, aún cuelga la decoración de Halloween. Martí está sonriente, aunque todavía no han podido volver varios compañeros de las zonas más afectadas. «Los niños están muy contentos. Necesitaban verse y estar juntos. A nosotros nos daban abrazos y nos daban las gracias, de parte de sus madres, porque habíamos ido a ayudarles estos días. Fuimos con las familias migrantes, que no suelen tener tanta ayuda».
Ella es vecina de València. Su casa está intacta y eso da un poco de apuro cuando te tiras el día sacando agua y barro de hogares que están muy mal. Una de las primeras cosas que hizo fue comprobar cómo estaba el colegio y, cuando vieron que estaba seco y en buenas condiciones, presionaron a la Conselleria para abrir el primer día. «Es que somos conscientes de que hay familias con cinco o seis hijos que nos necesitaban. Esto es un alivio para ellos, porque comen aquí y hacen una jornada normal».
Su primer objetivo ha sido rodear a los alumnos de un ambiente positivo. Que miraran más al futuro que al pasado. Y han hecho un esfuerzo para dejar que se expresen. «Los niños destacan que hay muchos voluntarios, que la gente es buena, que hay mucha solidaridad… Nosotros reforzamos ese enfoque positivo, porque creemos que a los pequeños hay que blindarlos un poco».
Todo el mundo se preocupa por los más pequeños. Hay que protegerlos. Pero muy pocos preguntan cómo están los maestros. «Nosotros estamos hechos polvo. Nos toca aparentar tranquilidad con los niños y luego, cuando acabamos, volver a casa y tratar de llevarlo lo mejor posible. Es duro ver viviendas que son el horror y saber que tu casa está perfecta. O como el día que fuimos a ayudar a limpiar el colegio público Fernando Baixauli, en Sedaví, que está destrozado».
Al tercer día, el jueves, los centros educativos ya han averiguado cómo está casi todo el alumnado. Quién ha superado esto como si nada y quién se ha quedado con un trauma. María Martín-Sacristán sabe mucho de esto. Esta psicóloga valenciana advierte, antes que nada, que hay «diversidad de emociones». Cada persona siente de una manera. Esta mujer de treinta y tres años trabaja en el Sagrada Familia de Manises, uno de los 67 colegios diocesanos. «Juntos hemos decidido qué hacer estos primeros días. Y lo primero, lo más importante, es ofrecer un espacio seguro en el aula, para que puedan expresar sus experiencias y sus emociones». La orientadora ha ido dándoles la oportunidad, uno a uno, de contar su historia. El niño se ponía en pie y contaba lo que él había vivido. Y ha sido emocionante el respeto y el silencio con el que escuchaban sus compañeros. Ha habido de todo. Desde el que no había sufrido, hasta el que había visto el agua a la altura de la ventanilla del coche. Había padres que no les dejaban ver la tele y otros que hasta habían escuchado audios terribles y lloraban».
Martín-Sacristán, que también tuvo sus días de cruzar por la pasarela de la solidaridad con la pala al hombro y ha pasado por Mestalla para echar una mano en el banco de alimentos, descubrió que también es bueno darse un descanso. Ahora ya está centrada en su trabajo, y su misión, una misión relevante, es vigilar que los niños hayan superado lo mejor posible este trance. Y el primer avance es que recuperen su normalidad. En el colegio se sienten seguros y, después de tantos días percibiendo miedos e inseguridades, este paso les aporta mucha tranquilidad.
Luego también es importante que saquen lo que tienen dentro y que demuestren cómo están. «Por eso les pedimos que, uno a uno, se pongan de pie y cuenten su experiencia. Hay niños que se expresan muy bien, que hablan con mucha claridad, pero hay otros que no tanto, y por eso también les pedimos que hagan dibujos. Muchos niños se expresan mejor dibujando que hablando. Y dibujan unas cosas preciosas, como un corazón con alas o dos manitas juntas. Por eso hemos decidido hacer un mural con todos sus dibujos». Otro cantar son los profesores, que tienen que aparentar seguridad y normalidad delante de los alumnos y, cuando regresan a casa, volver a hacerlo con sus hijos. Son días de mucha disociación. «Pero eso está bien», advierte esta orientadora que también trabaja para la Escoleta CEI de Campanar. «La disociación es un mecanismo de defensa».
Los profesores, como todos, como las víctimas, los voluntarios, los niños y los ancianos, necesitan un momento para canalizar sus emociones. «En los colegios no hay un espacio para consolarse. No hay lugar para hacer una pausa. Y en casa, muchas veces, no hay descanso tampoco. Yo, que tengo cuatro hijos, solo tengo la noche. Solo puedo relajarme y permitirme sufrir o llorar cuando escucho el silencio en mitad de la noche. Ese es mi momento».
Son tiempos duros. No está siendo una década sencilla para nadie. Si la generación de cristal ha resultado ser la generación de hierro, qué decir de esos niños que han vivido una pandemia y una riada devastadora. ¿Serán más duros que las generaciones anteriores, pese a que han sido señalados por su fascinación por las pantallas? Los adolescentes y los jóvenes no han tenido ningún problema en guardar sus pantallas y lanzarse en tromba a los pueblos para ayudar a gente que ni conocen. Ellos han levantado esta primera fase de la catástrofe. Ahora, falta por descubrir cómo serán realmente estos niños que se han visto rodeados tan pronto de tanto sufrimiento. Por si acaso, en los colegios, los adultos los rodean y les dan herramientas para sentirse mejor. Es un primer paso, y avanzar siempre es importante.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 121 (noviembre 2024) de la revista Plaza