VALÈNCIA. “Cuando el Angkar me designó para ir a detener a la gente, yo estaba determinado a hacerlo, y fui allí. Cuando había que llevar a los detenidos y ejecutarlos, yo estaba determinado a hacerlo y los llevé. Para mostrar mi posición hacia el Angkar, mi fidelidad al Angkar, yo maté para que estuvieran convencidos de que yo era un niño del Angkar. Lo hice para sobrevivir”, decía uno de los hombres que fue comandante del S-21 en S21: La máquina roja de matar, el escalofriante documental de Rithy Panh sobre el genocidio que se llevó a cabo en el centro de detención y torturas durante el régimen de los Jemeres Rojos en la Camboya de 1975 a 1979. 27 años después, en el documental de Panh, varios de los que fueron torturadores trataban de explicar cómo y por qué se convirtieron en genocidas, cómo lo hicieron para perpetrar y convivir con el terror. De otra forma, esto es lo que también explora La zona de interés, la nueva película de Jonathan Glazer (director de la fascinante Under the Skin), una adaptación muy libre de la novela homónima de Martin Amis, por la que ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y que acaba de llegar a los cines españoles.
Protagonizada por Sandra Hüller (una de las actrices del momento también por su inmensa interpretación en Anatomía de una caída) y Christian Friedel, la película parte del planteamiento de la novela de Amis (a pesar de sus distancias a nivel narrativo): contar el Holocausto desde el punto de vista de los verdugos, desde el retrato de sus vidas cotidianas, sin incidir en sus crímenes. A lo largo del filme, observamos el día a día de la familia Höss en su casa de ensueño al lado del campo de concentración de Auschwitz, la repetición de sus rutinas, la vida horriblemente banal y aburrida de una familia de bien. Rudolf Höss es un oficial nazi y su esposa Hedwig se dedica al cuidado de los hijos, pasan un día de picnic junto al río, celebran el cumpleaños del padre, éste realiza su trabajo con perfecta apatía funcionarial, los niños juegan en el jardín con piscina, la madre recibe a unas amigas para tomar café, llega de visita la abuela materna, el padre es trasladado porque lo ascienden y por un momento la cotidianidad de la familia se ve amenazada. Esa vida podría ser la de cualquier otra familia burguesa, viven y envejecen cómodamente juntos, se preocupan por su status, quieren lo mejor para sí mismos, al margen de lo que sucede al otro lado del muro. Precisamente, eso que pasa al otro lado es lo que nunca vemos -solo una continua humareda a lo lejos procedente de los hornos – y está presente en toda la película.
Glazer y su equipo cuentan todo eso con asombroso realismo y sobriedad, con un costumbrismo cercano al documental (el director instaló varias microcámaras por toda la casa donde se rodó la película, una especie de Gran Hermano), desde la misma frialdad y distancia con la que los oficiales nazis realizan sus funciones (las cámaras no se mueven y no hay ningún primer plano de los personajes, no interesa profundizar en su mundo interior, solo el retrato como colectividad), sin usar tampoco nunca luz artificial (solo ciertas escenas nocturnas exteriores del campo están rodadas con cámaras térmicas, algo que logra crear un efecto dramático en contraste con el realismo presente en todo el filme), invocando el terror latente a través del inquietante trabajo sonoro de Johnny Byrne y la música de Mica Levi y una puesta en escena en la que lo ausente cuenta más que lo presente, en la que sin apenas salir de la casa ese fuera de campo constante lo impregna todo. La precisión es tal que, con solo un par de secuencias, Glazer consigue reflejar la esencia de la película: el momento en que el comandante Höss atiende la compra de un nuevo modelo de horno crematorio más eficaz del mismo modo que si estuviera comprando lavadoras; cuando su esposa se prueba frente al espejo un abrigo de visón que éste le ha traído del campo y cuya dueña anterior probablemente haya sido gaseada; o cuando en el cierre del filme unas limpiadoras pasan la aspiradora por un museo del Holocausto con pilas de objetos de los muertos expuestos (una secuencia que conecta explícitamente con el presente).
La zona de interés refleja la vida de una familia de clase acomodada en la Alemania nazi, cuyo cabeza de familia es uno de los perpetradores del horror. Y en ese retrato del perpetrador es precisamente donde reside lo más interesante, atrevido y estimulante de la película, lo que conecta el tiempo del filme con el nuestro y lo convierte en una película atemporal, lo que nos pone frente al espejo de lo que somos. Sin decir nada, sin artificio ni lecciones edificantes, Glazer nos muestra que todos podemos ser genocidas, la aterradora facilidad con la que cualquier persona normal y corriente puede cruzar la línea hacia el mal, que simplemente hacen falta las circunstancias adecuadas, que se puede ser un excelente padre de familia al tiempo que un asesino, que podemos vivir perfectamente con el horror mientras nuestra zona no se vea afectada, que de hecho lo hacemos, que nuestras vidas transcurren de manera impasible en esa zona de interés, avanzando con las rutinas, las banalidades del día a día y las trampas del capitalismo, mientras que al otro lado hay pobreza, violencia, exterminio y muerte. Y así sobrevivimos.