ALICANTE. Rompamos algunos esquemas clásicos de las reseñas cinematográficas antes de comenzar. Indiana Jones no es (solo) un profesor de arqueología que en los años treinta del siglo XX, vaya usted a saber por qué, se convirtió en la última línea de defensa del bien contra el alzamiento del reich nazi, en una loca carrera por las reliquias católicas más inverosímiles. No es (solo) la mayor saga cinematográfica de aventuras de la historia del cine, ni (solo) uno de los personajes mejor dibujados del séptimo arte (con permiso de Tuco Benedicto Pacífico Juan María Ramírez, el 'feo' de El bueno, el feo y el malo, 1966, interpretado por Elli Wallach).
Indiana Jones es la banda sonora que tarareábamos a grito pelao con nueve años para animarnos mientras corríamos parque abajo en la enésima 'pelea' con la banda rival de niños del otro lado de la barriada, armados de piedras y palos. Es el personaje al que en los noventa pasamos horas manejando con el ratón en el sistema SCUMM de las aventuras gráficas de Lucasgames. El mito que crecía desde sus hazañas en la gran pantalla (inolvidable la escena en la que se arrastra bajo un todoterreno nazi en El arca perdida, o cómo se salva justo antes de que se despeñe el tanque en La última cruzada) hacia la imaginación febril de preadolescentes que de repente querían coleccionar los fascículos sobre egiptología de Planeta Agostini. Es, en definitiva, una canción de Hombres G.
Quiero decir con esto, que cualquier película de Indiana Jones, por mala que pueda ser, es mejor que ninguna película de Indiana Jones. Un axioma que aplica también a la infame El reino de la calavera de cristal (2008), que con todos sus defectos, empezando por Shia Lebeouf, y terminando por Shia Lebeouf, tiene mucho y muy bueno, como diría Rajoy, de rescatable. Lo sé porque la he revisitado gracias a Disney+ empujado por el 'mono' que me quedó (lo de no poder parar de tararear la banda sonora camino del trabajo lo abordaré con mi psicoanalista) tras volver al cine por primera vez desde 2019 el pasado sábado, para ver El dial del destino. Y esta es la primera gran razón que convierte a la quinta entrega de Indy en todo un acontecimiento: los mayores de cuarenta hemos vuelto a ir al cine.
"El cine no es solo una cifra de recaudación, un agujero en el guion, un fallo de raccord o el empoderamiento del enésimo personaje femenino y racializado"
Estos días habrán leído que Indy "se estrella", que es "el mayor fracaso" de Disney, y no se cuántas pamplinas más (total, solo ha recaudado 140 millones de dólares en su primer fin de semana). El cine, aunque los críticos especializados (que se han pasado los últimos días salivando con la palabra 'fracaso' escrita en el titular, esperando poder darle al enter), afectados por el 'síndrome Marvel', lo hayan olvidado, no es solo la cifra de recaudación. No es solo dónde pone la cámara James Mangold, o cuánto CGI hay en la secuencia de introducción (que, por cierto, no molesta en absoluto ni te saca de la historia). No es solo un agujero en el guion, un fallo de raccord o el empoderamiento del enésimo personaje femenino y racializado. El cine es mucho más que eso... o no sería cine. Es tararear una banda sonora con el bolsillo lleno de piedras. Y quien lo haya olvidado, empezando por los críticos de Cannes, que quizá esperaban ver Los siete samuráis, debería dedicarse a otros menesteres.
Hay más razones para afirmar sin impostura que El dial del destino nos ha devuelto al mejor Indy, cuando (yo, el primero) nadie daba un duro por ello. En lugar de ocultar la edad del protagonista, la historia convierte en un personaje más el paso del tiempo (año arriba, año abajo, paralelo para el personaje y el espectador), juega con él y le saca todo el jugo posible rozando en algunos momentos la ruptura de la cuarta pared, cosa que no sucedía en la cuarta entrega. Indy es en esta historia un vejestorio amargado, en proceso de divorcio de su eterna Marion/Karen Allen ("todas tenían el mismo problema, que no eran tú"), que tiene que dar clases en Nueva York porque en los años cincuenta lo echaron del Barnett College por ser sospechoso de comunista, al que encima quieren jubilar.
Ojo. Quieren jubilar al mismo Jones que, tras evitar por dos veces (tres, con el prólogo de esta película) que el puñetero Hitler conquiste el mundo, ser condecorado en la guerra de Corea, alcanzar el grado de coronel, trabajar para la CIA, ver despegar una nave extraterrestre en el Amazonas y sobrevivir a una explosión nuclear dentro de una nevera, está a punto de hacer mutis por el foro como un alcohólico aburrido dando clase a un puñado de ninis que aprovechan sus lecciones para dormir (qué contraste con esas muchachas extasiadas que se escriben 'love you' en los párpados para sentarse en primera fila en El arca perdida, ambientada en 1936). Los años, y el rodaje, como decía Indy en su primera aventura (sobre todo, las heridas de la vida), sobrevuelan todo el metraje y son lo que le da sentido a esta última aventura.
Porque entonces, a punto de entrar en la década de los setenta, se le presenta la última ocasión para volver a ser Indiana Jones, en forma de su ahijada Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge), y el enésimo cachivache codiciado por los nazis para intentar cambiar el rumbo de la historia. He aquí la tercera gran razón para encumbrar a El dial del destino. Que sí, que Indy frenó también a la magufa de Stalin (Cate Blanchett) en la cuarta entrega, pero los malos contra los que se emplea a fondo siempre han sido los nazis, y da igual que estemos en 1969. Y esto nos lleva a la quinta razón: Mads Mikkelsen, probablemente el mejor antagonista de toda la saga, con perdón del Belloq de Paul Freeman en El arca perdida.
Indy y Völler, que es como se llama el 'malo' (que se hace pasar por Smith para colaborar en el programa espacial de la Nasa), se conocen en el prólogo, ese del CGI para rejuvenecer a Harrison Ford, en el que nuestro héroe busca la lanza de Longinos (la reliquia que realmente buscó Hitler en la vida real) ya en las postrimerías de la segunda guerra mundial, a bordo de un tren cargado de obras de arte expoliadas por los nazis. Veinticinco años después, ambos se volverán a cruzar en una subasta de arte robado organizada por Helena con el dial de marras como atracción principal. "Su cara me suena, ¿sigue siendo nazi?", le espeta Ford. "No, no; yo me llamo Smith", replica Mikkelsen.
La respuesta a esta pregunta, que dejaremos descubrir a los espectadores que aún no hayan ido al cine, se convierte en la sexta razón para afirmar que, más allá de opiniones de críticos, cifras de taquilla o cualquier otra variable que quiera usted considerar, Indiana Jones y el dial del destino se ha convertido en el mejor epílogo posible para el personaje que (aviso, por si hay tentaciones de franquiciar) siempre será Harrison Ford.
Ah, por cierto. Sentimientos a un lado, la película funciona como un reloj, las escenas de acción son hipnóticas (y mucho más verosímiles que las de Fast and furious), Indy destila su sentido del humor marca de la casa ("estoy pensando"), se crea un maravilloso contraste entre su personaje y el de su ahijada que replica el esquema entre el propio Indy y su padre/Sean Connery en La última cruzada, la puesta en escena, la luz, los paisajes... Vuelven a ser lo que eran, la historia nos lleva por medio mundo gracias a líneas rojas que se dibujan en un mapa, Antonio Banderas hace de hombre rana español y, si al final el desenlace se va (mucho) de madre, no puede decirse que eso no sucediera también en cualquiera de las otras cuatro entregas. A disfrutar.