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conversaciones hedonistas

Las anchoas son familia en Casa Guillermo

Guillermo y Amparo fueron los reyes de la anchoa en una latitud en la que no se estila el tapeo tabernario. Hoy es su hija Amparo quien mantiene el legado

| 22/12/2022 | 3 min, 42 seg

VALÈNCIA. Pienso en Casa Guillermo como un uróboro. Los uróboros simbolizan el ciclo eterno de las cosas, también el esfuerzo sin fin. Son esas serpientes que se comen la cola y forman un círculo con su cuerpo. Tienen algo de Sísifo, pero en el caso que nos ocupa, que es la historia de Casa Guillermo, el esfuerzo no es en vano. Desde que abrieron en 1957, en esta casa, valga la redundancia, han repetido el proceso de desalar y presentar las anchoas. Es más, en la iconografía alquímica, donde abundan los uróboros, el color verde está asociado con el principio, mientras que el rojo indica la consumación del objetivo del opus magnum, la gran obra. Verde y rojo, como las luces situadas a los laterales de la bocana de un puerto. Las embarcaciones que salen de noche, o regresan de madrugada, se guían mediante la luz roja a babor, y la verde a estribor. Y es que, Casa Guillermo, se asocia al mar: el restaurante está en el barrio de El Cabanyal-Canyamelar, en el que antiguamente transcurría el tráfico marino y se oían los rugidos de mil máquinas naúticas. El patriarca de esta familia, Guillermo Madrigal, trabajaba en el puerto. 

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Los inicios de Casa Guillermo 

Fueron Guillermo Madrigal y Carmen Ballester quienes a finales de la década de los cincuenta abrieron Casa Guillermo. Guillermo falleció hace años. Hoy es su hija Amparo Madrigal Ballester, quien perdura el legado de los denominados Los reyes de la anchoa de València. «Mi madre era de aquí, de El Cabanyal, y mi padre de Albacete, aunque se vino con dos añitos, con toda la familia, o sea que era de València, hablaba valenciano». 

Según explica, en aquella época su vida no estaba muy planificada. Su padre trabajaba en el puerto y su madre era ama de casa pero «se les presentó la oportunidad de coger un traspaso de una bodega que ya estaba en marcha, una bodega muy antigua, como todas las de la zona. Fue en 1957 cuando la cogieron y mi madre se puso al frente pero como, poco a poco, había más faena mi padre dejó de trabajar en el puerto y se puso con mi madre en la taberna». Amparo cuenta que «vendían vino a granel (vermut, malvasía, rancio…), lo tenían en barricas, y tapitas que se hacía la gente como boquerones, aceitunas o las habas cocidas, que seguimos haciendo, clotxinas en temporada… lo que había en cada momento. Ese día había esto, pues se vendía esto. No había carta como ahora».

Pero, ¿cómo surgió la venta de anchoas? Amparo relata que un día su padre dijo: «vamos a preparar unas anchoas» y se puso manos a la obra. Pero claro, «él pescaba lo que traían de aquí, los boquerones. No eran como los del norte, en Santoña. Le gustó prepararlos, macerarlos con sal, tenerlos ahí seis meses... y comenzó a comprar la anchoa en Santoña todos los años. Y así empezó el tema de la anchoa». Amparo resalta que debe ser anchoa del Cantábrico de Santoña y que, en primavera, es la anchoa buena porque la del resto del año está muy grasosa. 

Amparo recuerda que «era un bar un poco variopinto, lo mismo había gente que salía del puerto, que venían con sus bicicletas a tomarse un vino, que venían universitarios a tomarse sus cervecitas. Empezó a coger fuerza el tema de la anchoa y ya empezó a hacerlas por encargo, porque la cosa iba a más y más. Fue sobre todo por un grupo de jueces, con más poder adquisitivo, que empezaron a demandarlas. Y así por casualidad surgió la anchoa, pero es muy costosa, de hacer y de comprar. Es un producto caro». 

* Lea el artículo íntegramente en el número 98 (diciembre 2022) de la revista Plaza

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