Invitado por un compañero de pupitre fue uno de los primeros natalicios que acudí en sociedad. Las madres mediaban en la organización de las medialunas. Las meriendas se solían celebrar en el bar del colegio que disfrutaba de una entrada por el carrer Mestre Racional esquina con Jacinto Benavente. Al lugar se accedía por invitación, y una vez recibida la autorización paternal eras el niño más feliz del mundo. Algún quebradero de cabeza de mi madre en la elección del regalo, los años pesaban y el interés bancario apretaba. Los libros, los juegos didácticos, las zapatillas Paredes obsequios que el afortunado de la jornada recibía adornados de mucha ilusión.
El bar de la escuela, la concesión, la gestionaba Benito y su familia. Nadie ni los propios curas podían poner ni un pero al irresistible entrepà elaborado de tortilla de patata y alioli envuelto por una fina servilleta de papel blanca. Ni a los caramelos Selz, ni a la regaliz, ni a un sorbo con pajita de la bebida Mirinda. Los asistentes casi formábamos un plantilla completa de una escuadra de fútbol. Sentías curiosidad por los dádivas del rival. Aquella tarde, un incunable de tapa dura de Miguel Strogoff acabó iluminando mis pupilas, momento en el qué empezaba a leer, y en mi casa no se paginaba otra cosa que no fueran las aventuras de Los Cinco. Di por sentado que el book de Julio Verne acabó en la estantería de una vivienda de la calle Conde Altea.
Mi compañero y yo nos llevábamos cuatro días de diferencia en el calendario. No podía ser de otra manera ,y acabé devolviendo la invitación. Esa fecha en el almanaque me tocaba a mí ser doblemente feliz. Lo fui y lo sigo siendo cada año que pasa. Sin ir más lejos en aquel cumpleaños estaba embriagado por la imperiosa necesidad de abrir los paquetes. De bruces me di con Miguel Strogoff. El libro acabó en otra estantería en Reino de València.
A los pocos meses recalé en otra onomástica de un compañero del equipo de fútbol. Vivía a pocos metros de casa y no tenía casi ni que cruzar de acera. Mi sorpresa fue que de tapadillo llevaba a Strogoff envuelto de regalo. El libro acabó en una estantería de Luis Oliag. Aquella fecha perdí definitivamente la vista al libro con olor la tortilla de patata. A Miguel Strogoff. A Julio Verne. Pero no a la economía circular ¿De algo debió servir leer?