Las Fallas son la mejor peor fiesta del mundo. Y la parte que sí ocurre, precisamente, sentados alrededor de mesas baratas y maravillosas.
Una pareja va en el metro, sentados uno al lado del otro. Enfrente queda el lado opuesto del vagón con una ventana de esas que por dentro parecen casi un espejo. Así que ambos se ven reflejados en él mientras el viaje continúa. Hablan. Pero no van hablando mirándose a los ojos, hablan mientras observan sus imágenes en el cristal. Mirada al frente. ¿Para qué girarse?, pensarían. Aquello fue una conversación no cercana rumbo al aeropuerto. Espero que no viajaran juntos al mismo destino porque qué agobio dormir juntos si ni siquiera pueden verse mientras charlan en un vagón.
Lo que quiero decir es que la vida se muere de lejanía. El otro día tuve una cena de trabajo con gente de todo el mundo y colocaron mesas grandes y redondas. Muchos no querían sentarse con caras ajenas y pedían mesas más pequeñas para estar solo con los conocidos. Pasó de verdad. Por eso ahora que llegan las Fallas tiene más sentido que nunca hablar de lo mejor que tienen. Y lo mejor que tienen es, precisamente, lo que los críticos se empeñan en no ver. Las Fallas son, por encima de todo, punto de encuentro de gente que hace cosas juntos. Vecinos que dejan de ser (solo) vecinos y se convierten en amigos. Conversaciones cara a cara sin espejos en los que reflejarse, casi opacos.
Hay un texto maravilloso de Carlos Berlanga en el que reconoce que su exigencia estética le limitó mucho en las relaciones. La búsqueda de la belleza choca demasiadas veces con las prosaicas normas de la vida cotidiana. Él lo llamaba "defensa de una frivolidad ilustrada". Y sí, es un problema. Uno se ha pasado media vida renegando de la realidad grosera de una fiesta que se describe a la perfección en ese suelo podrido de alcohol que se pega en los zapatos a la mañana siguiente; la otra media vida la ha empleado en volver a esa casa sucia. Qué contradicción ¿no? Ocurre que las Fallas, como otros placeres similares, se viven siempre con cierta preocupación formal.
Pero la verdad de las Fallas, lo crucial, lo verdaderamente importante, pasa cuando estamos sentados en los casales y en las carpas. Que sí, que es todo un caos y es feísimo. A mí que no me cuenten historias que ni he podido llegar nunca a mi trabajo en coche ni he podido coger un tren de vuelta a casa en marzo. Yo sé que es un desastre, yo he colocado vallas por encima de las posibilidades de cualquier calle. Pero esa sería otra batalla que librar en otro campo de batalla. Hoy la cosa va de mirar las mesas falleras, siempre comunes, una detrás de otra, con papel continuo que hace de mantel y vasos de plástico todo el rato. Dejamos un culito de cubata en ellos para que no se vuelen. Esas mesas.
Una paella gigante (probablemente horrible, y qué) a las cuatro de la mañana en plena calle; un arròs amb fesols i naps para 500 personas; una torrà pagada por la Fallera Mayor (raro eso de Fallera Mayor, coincido); un bocadillo de dios sabe qué embutido de poliéster para la comisión infantil. Alrededor de todo eso pasa lo que importa. La vida. Porque todo eso ocurre uno al lado de otro, riendo con la persona que está a tu lado, a la que no solo sí le miras a los ojos sino que probablemente conoces su casa y sus muebles feos. Canta Miqui Puig eso de que un amigo es alguien con el que has dormido en su casa. Todos los falleros han dormido juntos alguna vez. O no han podido dormir de euforia o de deseo.
Las Fallas, cómo no, son teatro, literatura, música, artesanía, cosas bonitas, alta primavera. Pero también excusas para comer y cenar juntos. Y conocerse, y mirarse. Algunos de los recuerdos estéticamente más horribles pero que, al mismo tiempo, guardo con más cariño tienen que ver con copas compartidas, con macarrones furtivos en la cocina del corral que hay detrás del casal, o con concursos de paellas que han terminado en partidos de fútbol de solteros contra casados. Con un amigo borracho diciendo verdades prohibidas. Probablemente pueda disfrutar de algo de eso este año y les invito a que todos lo hagan. En abril ya lloraré por haber cometido un par de crímenes de moda en primer grado. En marzo no. Cambien el restaurante por la calle. ¡Compartan unos buñuelos y mánchense un poco, demonios!
La película que ha ganado el Oscar bueno, La forma del agua, me pareció una cursilada importante, no le vi demasiada grandeza. Mi opinión no importa nada así que por eso ella ha ganado y yo no voto en los Oscar. Pero me sirve para recordar una escena en la que un hombre va a un bar a comer una tarta de limón horrible solo para ver al camarero. La tarta era lo de menos, claro. En Fallas, la comida es lo de menos pero lo que pasa alrededor de ella es lo único y lo exacto. No es la mesa, amigo, es la compañía. Siempre lo es.