Libros y cómic

CON REMITE

Cotilleos, literatura e intimidad: por qué nos fascinan las cartas de nuestros autores favoritos

  • Peri Rossi y Cortázar
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VALÈNCIA. Miedo al fracaso, desamor, celos, dudas, discusiones, críticas, pasión, odios furibundos, melancolía, asuntos domésticos, soledad, anhelos, ternura y, por supuesto, cotilleos jugosos. Todos esos animales surcan las cartas escritas por autores de distintas épocas y geografías. Misivas que, bien editadas y encuadernadas, van sumando cada vez más protagonismo en los estantes de las librerías y las pupilas de los lectores.

Una correspondencia (casi siempre redactada sin intención de ser publicada) en la que nuestros autores favoritos se muestran imperfectos, crudos, humanos. Quizás por eso, son textos que permiten entender mejor su mundo interior. Asomarse a esas palabras supone colarse en la trastienda de su proceso creativo, pero también adentrarse en una intimidad no novelada. No en vano, para Raquel Bada, directora de la editorial Bamba, la correspondencia entre escritores es “como una sala lateral al gran escenario de sus obras: un lugar donde los textos se ensayan, se prueban, se afinan las ideas. Entre Cortázar y Pizarnik, por ejemplo, vemos el afecto, el juego verbal, la complicidad intelectual… y esas dinámicas se filtran luego en sus libros”.

 

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En la misma línea, Andrea Moliner, crítica literaria y librera en El Puerto, destaca la correspondencia entre Hannah Arendt y Mary McCarthy. “Al principio percibes cierta frialdad, incluso tensión. Parece que no se caen bien, que hay entre ellas un desacuerdo profundo en cuestiones fundamentales: filosóficas, políticas o incluso en sus formas de vivir. Sin embargo, a lo largo de las cartas ves cómo va emergiendo un respeto mutuo enorme. Evolucionan de la discrepancia a la admiración”. ¿Otro ejemplo? Virginia Woolf y Katherine Mansfield. “Eran personas absolutamente distintas, pero se tenían, en el fondo, en un pedestal. Sus diferencias también se reflejan en sus estilos literarios. Las cartas ayudan a entender no solo sus obras, sino también el carácter de quienes las escribían”.

 

Entra en juego un asunto de doble filo: “leer sus cartas puede cambiar nuestra percepción sobre esos autores. Nos permite rastrear cuestiones que quizá en la obra aparecen disfrazadas, pero también está el riesgo de asumir las novelas o poemas como documentos biográficos… y eso puede empobrecer la experiencia”, indica Bada. “A veces idealizamos a los autores a través de su ficción, pero cuando entramos en la correspondencia, en ese otro contexto más honesto, entendemos que eran personas reales, con luces y sombras. Dejas de romantizar ciertas actitudes o decisiones que, desde la ficción, parecían más elevadas o intachables”, añade Moliner.

 

  • Camus y Zambrano -

 

Una postura que rima con la de Lucía Navarro, editora en Barlin: “más allá de desvelar detalles personales, esas cartas son también un lugar donde encontrar parte de su creación literaria y datos indispensables de los autores”. Así, defiende que profundizar en sus vidas nos puede “arrojar luz o una comprensión mayor de sus temas, símbolos, situación, contexto, etc. Sobre todo cuando hay una ligadura clara entre vida y obra, o cuando hay una base autobiográfica en las ficciones u otros textos, como es el caso de Pizarnik, quien consideraba su diario como un ejercicio de escritura”. Su registro de epistolarios favoritos está integrado por volúmenes como Correspondencia 1944-1959 entre Albert Camus y María Casares (Debate), “ambos figuras que me fascinan”; las cartas de Pizarnik a León Ostrov, su psicoanalista; o “las siempre interesantes Cartas a Milena, de Kafka (Alianza). Últimamente me he acercado a otros epistolarios como Cartas a Katherine Whitmore, de Pedro Salinas (Tusquets); Correspondencia 1925-1975, de Heidegger y Arendt (Herder); o Cartas de La Pièce, de María Zambrano a Agustín Andreu (Pre-Textos). Si tuviera que sugerir una correspondencia atípica, sería la de Cristina Peri Rossi a Julio Cortázar, desde el mundo del acá al mundo del allá, en el maravilloso Julio Cortázar y Cris (Cálamo)”.

 

En esa defensa de la carta como potencial literatura encontramos también a la editora de Bamba, para quien la narración epistolar es “más libre y, paradójicamente, más precisa que la obra ‘oficial’ del autor. Allí no hay una presión editorial, pero sí una conciencia del lenguaje y del ritmo que delata al escritor incluso cuando escribe sobre el clima”. Y justo a este respecto, la escritora e investigadora Raquel F. Cobo recuerda que aunque el género epistolar estuvo mucho tiempo “al margen del ecosistema literario”, actualmente está “en auge. Podríamos decir que ya no es una adenda de la literatura, sino que es central”. Entre la correspondencia que elige de esos estantes literarios encontramos las misivas de Rilke y Lou Andreas-Salomé o de Carmen Martín Gaite y Juan Benet.

 

  • Lou Andreas-Salomé

 

De Pizarnik a Arendt, un salseo es un salseo
 

Asegurado el interés literario y artístico, toca abordar la otra pata del interés por la correspondencia de nuestros autores más idolatrados: las ansias del cotilleo. Da igual si se trata de Jane Austen, Hannah Arendt o Anaïs Nin y Henry Miller. Un salseo es un salseo. Queremos saber qué pensaban esas autoras cuando no estaban creando, cómo hablaba ese poeta cuando no escribía poesía, qué sentían lejos del personaje público que representa su nombre impreso. La cotidianeidad detrás del mito. De hecho, Cobo destaca que en esas misivas se vislumbra la realidad de sus vínculos “con todas sus grietas, mostrando fortalezas y debilidades mediante la palabra".

 

Moliner, quien nos pone frente al espejo de nuestras propias obsesiones como lectores: “cuando un autor nos encanta, queremos consumir todo lo que provenga de su universo creativo, incluso aquello que fue concebido en un ámbito más íntimo o privado. Es un placer culpable, pero también profundamente revelador. Ahí es donde entran las cartas. Estos textos nos permiten entrar en un territorio más vulnerable, funcionan como una extensión del autor. Con ellas accedemos a su dimensión social: cómo se relacionaba con su familia, con sus amistades, con colegas... Esa voz privada nos seduce, nos interpela y nos hace sentir más cerca de quien escribió esas palabras".

 

“El interés en lo humano es algo natural. En estos casos en concreto, más allá de un componente de voyeurismo, hay una inclinación a la compañía cuando se leen correspondencias”, apunta Navarro. Estos mensajes “revelan una humanidad a veces inaccesible para el lector, un espejo en el que mirarse. Dos intimidades que se tocan. Cuántas veces, leyendo estos textos, hemos encontrado pensamientos y emociones paralelas y hermanas a las nuestras, más allá del lenguaje, tiempo y espacio que habitó el creador. Hay una curiosidad en ahondar en aquellos artistas que nos fascinan, pero también existe una búsqueda de otro, de un interlocutor que nos hable con palabras en las que poder reconocernos”. 

 

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No en vano, las cartas personales tienen algo “de confesionario y de álbum familiar: están redactadas para un destinatario concreto, eso las vuelve más sinceras, menos protegidas. El lector se siente invitado a escuchar conversaciones privadas y ahí sí hay un componente de voyeurismo. Pero también hay una búsqueda genuina de intimidad intelectual: comprender cómo piensa, ama, duda o se contradice. Es un intento de unir al autor y a la persona en un mismo rostro y de hacerla más terrenal”, cuenta Bada. Preguntada por su inventario de correspondencias preferidas, lanza un par de títulos: “disfruté muchísimo con De mar a mar (Editorial Comba), que recopila las misivas entre Rosa Chacel y Ana María Moix. Llegué a ellas durante el proceso de reedición de Julia (Bamba), la novela más autobiográfica de Moix. En sus cartas a Chacel vemos a esa Julia perdida, admiradora de Chacel, y cómo esta la guía. Hay mucha sabiduría, cariño y verdad en ese vínculo que no habría llegado a conocer sin ellas”.

 

Que se publiquen tus conversaciones privadas y otras pesadillas atemporales
 

Llegados a este punto, es hora de colocarse el gorro de aguafiestas oficial. Porque aunque resulte fascinante calarse hasta los huesos con los cotilleos manuscritos de nuestras autoras de cabecera, el grillo de la ética a veces tiene sus reparos. Resulta que al bichito a veces le da pudor eso de invadir la privacidad ajena. Y, a ver, que levante la mano quien no se horrorizaría si supiera que sus conversaciones personales un día llenarán las librerías sin su consentimiento. Al menos a este lado de la pantalla hay escalofríos. “Como editora he tenido la posibilidad de valorar el publicar los diarios inéditos de una autora que, entre sus entradas, dejaba claro que no quería que nadie leyera sus textos más íntimos –apunta Bada–. Por ahora he decidido no publicarlos y no creo que cambie de opinión”. Como lectores, ese proceso de pensamiento no existe: “asumimos (o preferimos asumir) que esa parte ética ya está resuelta, que se han hecho cargo los editores y herederos, que todo está bien (pero no siempre es así)”.

 

Moliner aporta aquí el componente definitivo: el vil metal. “Hay una oscilación entre respetar el deseo del autor fallecido, la decisión de los herederos (a menudo guiada por motivos económicos) y el apetito del público por conocer más. Es fácil entrar en esa rueda perversa de la mercantilización de lo privado, en la que incluso los lectores más fieles acabamos participando”. De hecho, añade: “como buena ‘cheeveriana’, tengo que recomendar la correspondencia de John Cheever (Random House), aunque estoy convencida de que él jamás habría querido verlas publicadas. En ellas se muestra vulnerable, reprimido, lleno de dudas, especialmente en relación con su orientación sexual. Son textos profundamente íntimos y desgarradores. También recomendaría el larguísimo epistolario de Sylvia Plath publicado por Tres Hermanas”.

 

“¿Hasta qué punto unos documentos íntimos se convierten en literatura y dejan de ser unos textos privados? ¿Cuándo la figura literaria supera a la persona?”, se pregunta Navarro, quien asume que responder a esos interrogantes resulta complicado. “Debería haber parámetros como el consentimiento expreso del autor o familiares, albaceas, el tiempo transcurrido desde su muerte, etc. Un caso claro que genera controversia es Apuntes para John (Random House), donde se recogen las notas de Joan Didion sobre las sesiones con su psiquiatra. ¿Hemos de publicar todo?”. También de ese polémico volumen habla Bada: “tratándose de una narradora que curaba hasta la última coma de sus textos, mi percepción es que no tenía ninguna intención de que esos escritos estuvieran algún día a mano de todos. En El año del pensamiento mágico y Noches azules se preocupó por velar el alcoholismo y otros problemas de su hija, Quintana Roo. Soy lectora compulsiva de Didion, pero intuyendo esto, no me apetece hurgar en su herida”.

 

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Sobre el emoji favorito de Kafka
 

Los rumores eran ciertos: acaba de entrar en la habitación el elefante digital. En plena era 2.0, donde los mensajes se escriben con prisas y se borran con un clic, la pregunta sobre el futuro del género epistolar parece inevitable. ¿Está condenado a desaparecer o simplemente está mutando? ¿Podrán los mails o los chats de WhatsApp ocupar el lugar de la carta manuscrita? Al fin y al cabo, la necesidad de escribirle al otro sigue viva. Sin embargo, ahora cabalga veloz por los códigos de la instantaneidad.

 

Aquí, Bada no puede evitar un acercamiento pesimista: “el ritmo y la inmediatez con la que nos comunicamos hoy han vaciado de espacio y pausa a la escritura epistolar. La carta (su tiempo de espera, su materialidad) pertenece a un mundo que ya no existe, así que no creo que el género resista. Las formas digitales como el correo electrónico o las redes sociales cumplen otras funciones: fragmentarias, sujetas a la urgencia. Puede que en el futuro alguien compile correos o mensajes y los llame ‘epistolario’, pero no será lo mismo; no porque el soporte sea distinto, sino porque la manera de pensar y escribir ha cambiado radicalmente. La misiva, como la conocíamos, era un lugar de permanencia y reflexión. Lo que tenemos ahora es un tránsito constante”. Navarro, en cambio, navega por aguas más optimistas: “por esa naturaleza humana a inclinarse hacia lo íntimo, hacia el reconocerse, seguirá siendo un lugar de interés, aunque transformándose, pues los medios digitales han cambiado de forma radical la comunicación”.

 

¿Qué stickers usaría en WhatsApp Virginia Woolf? ¿Cuál sería el emoji favorito de Camus? ¿Los mails (o los DM de Instagram) de qué autora nos gustaría poder leer dentro de diez años? Las dudas se acumulan.

 

  • Lou Andreas-Salomé

 

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