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‘El vacío universal’, ciencia ficción de la identidad  

  • El astronauta Bruce McCandless lleva a cabo el primer paseo espacial sin sujeción
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VALÈNCIA. La geometría cuatridimensional —según creemos— que habitamos se maneja a escalas mucho más que inhumanas: cuanto más conocemos, más se aleja la realidad de nuestra capacidad ya no solo de comprender, sino siquiera de concebir. Las distancias a las que se encuentra hasta lo más cercano fuera de nuestro sistema solar exceden enormemente nuestra esperanza de vida y la de varias generaciones posteriores, y eso sin contar que sin viajar a velocidades cuasilumínicas, se puede decir que no merece la pena ni intentarlo. Las alternativas que hoy contemplamos implican misiones no tripuladas a larguísimo plazo, atajos einstenianos de los que hoy por hoy no hay ni rastro, o la proyección de alguna clase de conciencia infinitesimal que mientras estas palabras se escriben, existe todavía menos si cabe.

El universo es sinónimo de frustración: los avances se realizan partícula subatómica a partícula subatómica, así son los pasos que logramos dar, lo cual no hace sino dibujar un cosmos todavía más inimaginable e inaccesible. Por si fuera poco, las fronteras que definen este escenario son las preguntas alfa y omega del entendimiento humano: por un lado tenemos el principio y lo que había antes del principio; por otro, por qué hay algo en lugar de nada —no son exactamente la misma cuestión—. Luego descubrimos que un objeto que parecía tan solo una solución a una ecuación sin correspondencia fuera de lo matemático no solo es real, sino que es tan común que se encuentra en el corazón de casi todas las galaxias. Es más: puede que el universo tal y como lo conocemos no pudiese existir sin ellos. Problema: más allá de su horizonte de sucesos se pierde cualquier posibilidad de saber porque por definición es imposible recuperar información y, para más inri, en su interior el tiempo y el espacio se deforman hasta el infinito en prodigiosa forma de singularidad. 

  • El vacío universal (Caligrama Editorial) -

Además de eso, al asomar la mente tímidamente al exterior, la sensación es que es todo vacío. Da lo mismo que en la mínima expresión del tejido haya cuerdas o bucles vibrantes: para la experiencia humana el universo es una oscuridad interminable repleta de prodigios que nunca podremos observar. Es una paradoja, pero es. Y es también una inspiración excelente para una novela como la escrita por Benjamín Maceda y publicada por Caligrama Editorial, El vacío universal, aunque como veremos a continuación, en sus páginas coexisten lo vacuo y las fuentes dimensionales del color y la armonía, y además el vacío no es solo de puertas para afuera. Corre el año 2250 y la humanidad ha alcanzado su objetivo de arrasar la Tierra hasta verse obligada a la complejísima colonización de otros mundos: nuestro planeta ha sido pasto de los desastres naturales y de las armas catastróficas, y nos hemos complicado la vida todavía más creando inteligencias artificiales humanoides que ahora nos disputan la hegemonía por el control de los espacios necesarios para ambas especies. 

Todo esto es un contexto al que estamos habituados hasta cierto punto porque la ficción de Maceda tiene indudablemente un pie en lo que vemos en las noticias —por alguna razón seguimos torturándonos con esa agonía algoritmizada a la que llamamos actualidad, como si fuera la única selección de acontecimientos posible—; a lo que no estamos tan acostumbrados es a pasajes tan literarios, tan auténticos e inteligentes en lo existencial como este que sigue: “Miriam se dijo que estaban cerca de la nada, de los espacios que lindan con el vacío. Se dirigían hacia las fronteras del infinito para enfrentarse a los enigmas futuros. Su alma se vio asediada por una acidez extraña. «Noto una inquietud alarmante, como si me dirigiera hacia el final de mi propia vida», describió el origen de la zozobra. Tardó unos segundos en sacudirse aquella sensación angustiosa, incrustada en las entretelas del cerebro o en el alma. También meditó sobre los egos profundos que residían en sus recovecos mentales. «Allí habitan los secretos personales que no comparto con nadie». Ella evitaba bordear los abismos mentales para no quedar atrapada en su redes. 

Sabía que la mente juega malas pasadas al desfigurar la realidad. De hecho, algunos días le cortaba reconocerse. Había aprendido que sus regiones cerebrales guardaban misterios insondables. «Prefiero seguir las intuiciones y no hurgar en el subconsciente». «Creemos conocernos, pero ignoramos quiénes somos porque guardamos enigmas inconfesables en las cárceles mentales. Además, estas incógnitas evolucionan», prefería pasar de puntillas sobre las estancias del ego profundo. Había escuchado que la gente sufre devaneos existenciales al bordear los umbrales de la nada. Pero ella esquivaba esos páramos. «Es la mejor solución para no quedar atrapada entre los marasmos mentales»”.

Otra de las fronteras de este universo que sabemos en expansión es lo que hay al otro lado justo de la dicha expansión, que nos aleja de cualquier punto porque es, grosso modo, la de un globo que se hincha para un punto pintado con rotulador en la goma. La respuesta es que al otro lado no hay nada. ¿Y qué es la nada? El no ser. Y ya estamos de nuevo con la frustración. O no, porque de manera homóloga al big bang, el autor obtiene del manantial de la inexistencia el material para crear algo, a saber: capítulos narrados en clave de pregunta última. Espacios liminales donde la respuesta se desplaza siempre montada en un umbral. 

Hay más, más vacío, más paradoja: el de los cerebros naturales cuando se apagan y cómo no, la nada de las conciencias e inteligencias sintéticas que ahora ya no parecen tan lejanas, y que tarde o temprano se sumarán a esta extrañeza constante que es vivir —quizás ellas sepan entenderla y nos ayuden a poder hacerlo—. Como nada (de nuevo la nada) es para siempre, tales cúmulos de ideas, conocimientos y enigmas se diluirán en el olvido, si no individualmente, como red. ¿Qué sentirán las IA al perder su propio pienso luego existo? ¿Soñarán las IA con más allás eléctricos? ¿Dónde se ocultan las dimensiones hipersensoriales que presiente el autor y que acaso podrían animarnos a enfrentar la terrible soledad del vacío universal?

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