BOLONIA. Desde que uno entra pisando alfombra roja, tiene la sensación de haberse introducido en un laberinto donde la fantasía y los negocios se mezclan. Uno avanza por paredes llenas de ilustraciones, por rincones donde se exponen fotografías o carteles de otros años, por foros repletos de sillas, focos, cámaras y pantallas como un plató de televisión, por muros levantados con papel y cartulinas.
Agentes, editores, autores pasean de un estand a otro, se enseñan porfolios sentados en medio de escaparates repletos de libros, comen pizza con la acreditación colgada, fuman en el espacio gris que conecta los distintos pabellones. Durante cuatro días Bolonia se convierte en la capital mundial del libro infantil con más de 1200 expositores y más de 70 países. Es la feria de este sector más importante del mundo, por delante incluso de la Feria de Fráncfort, y en esta edición celebra sus 53 años. Solo le hace sombra la Shanghai International Children's Book Fair, con sus escasas tres ediciones, en potencial económico y con su privilegiada posición de puerto de entrada a Asia.
¿Qué supone una feria como la de Bolonia? Para autores, un concentrado de editoriales con las que contactar en un mismo día para enseñar su trabajo. Para editores, un mercado donde conocer novedades, vender derechos y firmar contratos. Para los países, un escaparate donde extender la potencia cultural hacia el exterior. Pero no solo eso; en Bolonia se “celebra” a Roal Dahl, en Bolonia se premia la innovación, la buena edición y literatura.