VALÈNCIA. ¿Puede ser arte una falsificación? El escritor valenciano Javier Alandes explora los límites de la autenticidad en El rey de bronce (Contraluz, 2025), una novela inteligente y entretenidísima en torno a la falsificación artística que desafía a museos, expertos y certezas. Desde los falsos originales hasta los bronces imposibles, el autor traza una ficción inquietantemente verosímil que nace de hechos reales y plantea preguntas cada vez más urgentes en la era de la inteligencia artificial.
Eduardo Almiñana: Lo primero que quería preguntarte es sobre la propia idea de falsificación: falsear, adulterar, alterar la naturaleza de algo. La definición oficial es cuanto menos, imprecisa. En base a ella y a sus diferentes acepciones, lo que produce alguien en el taller de un artista y que no hace (fabrica) directamente el artista, podría serlo.
Javier Alandes: Sí, sí, claro. Es una cuestión interesantísima. Es que, claro, cuando hablamos de falsificador nos imaginamos a un tipo en su casa copiando Las meninas. Pero hay muchas formas de falsificación. Quizá la más legal sería, precisamente, la de ese trabajador de un taller que ejecuta una obra, y luego llega el artista, la firma y listo. Ese artista quizá no ha tenido una participación directa en la obra, pero como lleva su firma, ya está legitimada.
Luego está la otra falsificación, la más clásica: te venden una obra que supuestamente es la misma que está en un museo, una pieza completamente falsa. Pero lo que a mí me fascina es el concepto de falso original. Me parece brutal. Es alguien que dice: voy a crear un nuevo cuadro de un artista que falleció hace 300 años. Y entonces estudia su pincelada, analiza los pigmentos, imita la composición… eso me parece una barbaridad. ¿Eso no es ser un artista?

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-Justo esa era mi siguiente pregunta: ¿puede ser arte la falsificación?
-Sin duda. Copiar un cuadro existente ya requiere un talento innato, pero lo del falso original es otra liga. Porque no estás solo copiando: te estás inventando una temática nueva, una escena que encaje dentro del hilo conductor de la obra del autor. Me parece propio de un genio. Insisto, lo tengo apuntado: falso original. Ese concepto me parece realmente fascinante.
-Vamos ya con la novela: la falsificación como motor de la historia. ¿Cómo surge la idea de El rey de bronce?
-He encontrado un nicho en el que me siento muy cómodo: novelas de aventuras vinculadas al mundo del arte. Lo que hago es encontrar una anécdota, un hecho curioso o poco conocido de ese mundo, y a partir de ahí me lanzo una pregunta. Esa pregunta la respondo a través de la ficción.
Por ejemplo: no sabemos dónde está la cabeza de Goya. ¡Ostras! ¿Qué pudo pasar con ella? Y entonces monto una novela para fabular esa posibilidad. En este caso, el hecho curioso es completamente real: es la historia de Han van Meegeren, un falsificador que logró engañar nada menos que a Hermann Göring, mano derecha de Hitler. Y en el juicio, van Meegeren demuestra que los cuadros que vendió eran obra suya, falsificaciones, y por eso se libra de la acusación de colaborar con los nazis.
Mi pregunta fue: lo que hizo van Meegeren, ¿sería posible hacerlo hoy, con tomografía computarizada, rayos X, infrarrojos, análisis de lienzos, de clavos…? ¿Colaría? Y le doy una vuelta más: ¿y si no es una pintura, sino una estatua? ¿Podríamos fabricar hoy una escultura de bronce de la antigua Grecia y colarla en un museo?
-Una fantástica premisa. ¿Qué descubrimientos te sorprendieron durante la documentación de la novela?
-El mercado negro del arte es el quinto del mundo. Después de drogas, personas, armas y delitos cibernéticos, viene el arte. Y no hablamos solo de grandes falsificaciones. El verdadero timo sucede cada día: alguien aparece con unos supuestos bocetos de Goya, que dice haber heredado de una tía fallecida. Y entre la familia deciden venderlos por unos cuantos miles de euros. Esos bocetos los ha pintado alguien esa misma mañana. Pero nadie va a autenticar un carboncillo por el que se han pagado mil euros. Y así se cuelan falsificaciones constantemente. Es como la estafa de las estampitas, pero en el arte.
-En la novela hay un personaje brillante, y eso siempre es un reto para el autor. ¿Cómo fue ese proceso de creación?
-El rey de bronce es, ante todo, un homenaje a un género que me encanta: el heist, el de los engaños, los planes magistrales. El golpe, La trama, Ocean’s Eleven, La casa de papel… Todos esos relatos tienen un tropo: el cerebro, la mente brillante que orquesta el plan. Aquí es Luca Santamarta, un joven emprendedor valenciano que vende su startup por diez millones de euros. Pero, en vez de retirarse, pone en marcha un plan que lleva veinte años ideando: colocar una estatua de bronce de la antigua Grecia en el tercer mayor museo de Estados Unidos. El reto fue meterme en la mente de alguien más inteligente que yo. Porque hoy en día el lector es muy exigente. Y el engaño tenía que estar tan bien construido que sorprendiera de verdad.
-Y lo está. De hecho, el final es impecable. Alejandro Magno, el bronce… todo encaja. ¿Por qué esa elección?
-Quería trabajar con una pieza de hace más de dos mil años. Algo realmente antiguo, no del Renacimiento o el Barroco. Y en la antigüedad el arte era figurativo. Las estatuas eran la manera de rendir homenaje. El bronce, más que los cuadros, era el elemento clave. Pero claro, muchas estatuas se refundían cuando cambiaba el gobernante de turno. Así que lo que nos ha llegado hoy es una mínima parte.
Elegí a Alejandro Magno porque su periplo fue amplísimo. A diferencia de otros personajes del mundo clásico, que raramente salían de Roma, Alejandro conquistó Asia. Y en lugares menos excavados, como Pakistán, es plausible que apareciera una pieza suya. Por eso decidí situar allí la ficticia estatua hallada.
-Y luego está el famoso Maestro Español… ¿existe?
-Hay un artículo del que hablo en la nota final del libro. El Museo del Prado tiene más de 200 años, y cuando se inauguró se llenó con fondos de la Casa Real, con obras regaladas o donadas por nobles. Pero muchas de esas piezas no tienen trazabilidad: un conde decía “tengo un Velázquez” y lo donaba. Nadie sabía de dónde venía ese cuadro.
En EEUU pasa algo distinto: sus museos son privados y no tienen fondos clásicos propios. Necesitan comprarlos. Y muchos de esos bronces provienen de Europa. Un estudioso del arte, Stephen Lehmann, comenzó a notar similitudes entre ciertas estatuas de bronce en museos estadounidenses. Mismo tipo de desgaste, de vaciado, detalles idénticos… y muchos provenían de España en los años 70 y 80, donde había confluido además mucho bronce antiguo subastado. Así que plantea la hipótesis de que todas esas piezas fueron hechas por un mismo artesano español, un falsificador magistral.
-Claro, porque falsificar en bronce no es como en pintura.
-Exacto. En pintura puedes analizar los pigmentos, el lienzo, las tachuelas… Pero el bronce no es orgánico, así que no vale el carbono 14. Lo que se analiza es la aleación. Hay una base de datos mundial con las composiciones del bronce en distintas épocas. Si hoy quieres vender una estatua como antigua, tienes que usar bronce auténtico de esa época. No hay otra.
-Una última cuestión. Tu novela parece más oportuna que nunca. En el mundo de la inteligencia artificial, donde ya se generan vídeos indistinguibles de lo real, ¿vamos a poder seguir hablando de autenticidad?
-Me fascina esa pregunta. Mira, la novela tiene su trama, claro, pero también toca temas de fondo. Y uno de ellos es ese: ¿puede emocionarnos una falsificación? Yo creo que sí. Y si algo falso te conmueve, ¿es realmente falso? Entonces, ¿qué es lo auténtico? ¿Lo que nos emociona o lo que tiene certificado de origen?
Y luego está la autoría. Hoy en día podemos clonar un estilo. Podemos hacer que una IA pinte como Hopper, como Van Gogh. ¿Qué pasa entonces con la autoría? La falsificación emocional será auténtica si nos emociona. Pero la firma, el quién lo hizo, se diluye. Mira, estamos en una cafetería y esta botella de plástico es diseño puro. Perfecta. Nos puede maravillar. ¿Nos importa quién la diseñó? Nada. En escultura clásica pasa lo mismo: nos fascina la pieza, no el autor.