Entrevista

Libros y cómic

Javier Cercas: “El cristianismo, si no es subversivo, no es real”

El escritor, declarado anticlerical, se acerca a la figura del Papa Francisco para hacerle una pregunta esencial de la fe católica

  • Javier Cercas, en una imagen de archivo.
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VALÈNCIA. Javier Cercas se considera un loco sin Dios, un ateo anticlerical que mira con fascinación la pervivencia de una institución como la Iglesia Católica. Por eso, precisamente, cuando el Vaticano le ofrece acercarse a la figura del Papa Francisco y acompañarle a un viaje a Mongolia para escribir un libro, aprovecha la oportunidad. Lo hace también con una misión: preguntarle por la pregunta esencial de la fe cristiana: la vida eterna y la resurrección de la carne. ¿Se encontraría su madre al fallecer con su padre, tal y como cree fervientemente ella?

De esta pregunta, del viaje y todo lo que encuentra antes de poder hacerla, escribe en El loco de Dios en el fin del mundo (Random House, 2025). Una novela que no busca ser complaciente con la Iglesia, pero que sí pretende retratar su complejidad. 

— En su planteamiento, ya queda claro el sentido personal del libro; también el componente periodístico. Pero, ¿cuál es el sentido y el impulso literario de este libro?

— Es que eso es lo único que me importa. El sentido personal y el literario. Tú dices periodístico porque eres periodista, pero esto me ha pasado siempre con mis libros. Los leen periodistas y me dicen que es una crónica; luego viene un ensayista y dice que es un ensayo; luego un historiador me dice que es un libro de historia. Y también es verdad, porque el libro es muchos libros —una crónica, un ensayo, una biografía, una autobiografía, un libro de viajes… Pero lo verdaderamente importante es que para mí es una novela.

Tenemos un concepto muy estrecho de novela, como del siglo XIX, que es una historia con descripciones y tal. Eso me parece limitadísimo. Yo siempre he intentado ir más allá. La novela es el único género que tiene la capacidad de integrar todos los demás géneros y de trascenderlos. Eso es lo que puede hacer la novela, y eso es lo que he intentado en muchos de mis libros: ir más allá de ese concepto estrecho y crear un género mestizo, que incluso prescinde de lo que se supone que es más consustancial a la novela: la ficción. ¿Por qué la novela tiene que ser ficción? ¿Quién lo ha dicho?

El único al que debemos responder es a un tipo que era español y se llamaba Cervantes. Y lo más importante que nos dijo fue: Hagan ustedes lo que les dé la gana. La única norma es que no hay normas. Ese es el sentido literario de este libro, como de todos los que he escrito: ir más allá de los géneros para buscar un sentido.

— Por eso supongo que es importante que cada parte del libro tenga esa capacidad de mutar y de cambiar de tono.

— Es que el problema es nuestra idea de novela. Lo intento explicar en El punto ciego, un libro que recoge unas conferencias que di en Oxford. Si lees El Quijote, Tristram Shandy, Diderot... encuentras una idea mucho más libre, donde cabe todo. Como un banquete con muchos platos. Esa es la idea. Yo he intentado combinar esa libertad con la geometría de la novela decimonónica.

De hecho, en esta novela, al principio, cuando estoy en la Capilla Sixtina con el Papa, digo: “Quiero escribir un libro chiflado”. Un batiburrillo, una locura total. Eso es este libro. Yo intento ser una persona cuerda y razonable en mi vida, incluso cuando escribo artículos hago lo posible. Pero en realidad soy un loco reprimido, muy peligroso, y la locura la meto en los libros.

— Este es un libro de conversaciones, de preguntas y respuestas. Y uno de los problemas que tú señalas sobre la Iglesia es precisamente un problema de comunicación: su lenguaje, su manera de expresarse, de escuchar, no se adapta al mundo actual.

— El lenguaje de la Iglesia no solo es críptico muchas veces; es viejo, oxidado, sin el más mínimo interés para nadie. Y eso es mortal. Lo que he intentado en el libro es contar la Iglesia con el lenguaje más vivo, más fresco, más tenso. Porque yo soy un escritor, así de sencillo. No porque quiera hacer propaganda de la Iglesia. 

Este libro no es una defensa de la Iglesia, no es una hagiografía del Papa. Es un intento de entender qué es esta institución que ha sido determinante durante dos mil años —que se dice pronto. No hay ninguna institución así: todos los imperios han caído, y esto continúa.

Entonces, ¿qué hay ahí? Mi esfuerzo máximo ha sido intentar verlo con ojos limpios. Y eso tiene completamente que ver con el lenguaje: contar algo tan viejo, sobre lo que todos tenemos prejuicios —yo el primero, no creo que hubiese nadie con más prejuicios que yo antes de empezar este libro—, e ir allí a escuchar. Gran parte del libro, como decías, son conversaciones. Pero son conversaciones con los ojos limpios.

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—De hecho, el libro empieza con un temor, el de no tener esos ojos limpios. Muchas veces expones las opiniones contrapuestas que genera la Iglesia, y a mí me da la impresión de que el reto tuyo no era tanto dirimir quién tiene razón, sino hablar de la complejidad de una institución como la Iglesia.

—Ese es el reto de este libro y de todos los que he escrito: restituir la complejidad de las cosas. A eso se dedica la literatura. La literatura no está para juzgar, para decir qué está bien y qué está mal. El objetivo final es entender en qué consiste algo, entender a la gente. Y entender no significa justificar. Tout comprendre, c’est tout pardonner, dicen los franceses. ¡Mentira! Comprenderlo todo es exactamente lo contrario: es darse los instrumentos para combatir el mal, si acaso. No puedes combatir a un terrorista si no entiendes por qué actúa y qué tiene en la cabeza. Esa es la misión de la literatura.

Por eso yo sostengo, contra lo que se dice hoy, que la literatura es muy útil. Siempre y cuando no se proponga serlo. Si se propone serlo, se convierte en propaganda o en pedagogía, y entonces deja de ser útil y deja de ser literatura. Pero si hace lo que tiene que hacer, que es comprender, ir hasta el fondo de las cosas y contarlas con la mayor nitidez, con la mayor frescura, con la mayor verdad; entonces sí. La clave de tantas cosas es el lenguaje…

—Hasta cerca de la mitad del libro no tienes la oportunidad de expresarle al Papa esa intención personal tuya, esa pregunta sobre la resurrección. Pero por el camino te vas encontrando otras cosas.

—Yo concibo mis novelas —y las novelas que me importan— como novelas policiales: en todas hay un enigma y alguien que intenta descifrarlo. Y aquí estamos ante el enigma por excelencia: el enigma central del cristianismo (y por tanto, uno de los enigmas fundamentales de nuestra civilización, porque nuestra civilización es cristiana).

Cuando me proponen escribir este libro —lo cual ya es raro desde el principio—, lo primero que pienso es en mi madre: una persona profundamente católica, que cuando perdió a su marido, creyó que lo volvería a ver en la otra vida, como le prometía su religión. Eso es exactamente lo que promete el cristianismo. Así que me pareció evidente de qué iba a tratar este libro: de cómo yo iba a buscar al Papa, la persona más autorizada para responder a esa pregunta, hacerle la pregunta, escuchar su respuesta y devolvérsela a mi madre.

Ese es el enigma central de esta novela policial, y también de nuestra civilización: la resurrección de la carne y la vida eterna. Y como tú muy bien dices, en esa búsqueda, como ocurre en este tipo de novelas, uno se va encontrando muchas cosas.

¿Qué me encuentro por el camino? Un montón de personas: desde prefectos del Vaticano hasta intelectuales cercanos al Papa, amigos íntimos, misioneros en Mongolia... Siempre con esa idea en el centro y siempre también con un personaje que debe responder a la pregunta central. Esa es la organización del libro.

Como muchos de mis libros —pienso, por ejemplo, en Una anatomía de un instante—, todo gira en torno a una pregunta central. En este caso, una pregunta personal, íntima, casi infantil (las preguntas más importantes son las que hacen los niños). Increíblemente, nadie le había hecho esa pregunta al Papa. Le han hecho centenares de entrevistas —los Papas, en general, no concedían entrevistas; era algo fuera de lugar—, pero jamás le habían planteado esta, que para mí era la más elemental.

—Empiezas el libro repasando cómo ciertos pensadores y la literatura han construido una imagen del Papa, de la fe o del cristianismo. ¿Hasta qué punto el viaje a Mongolia y el encuentro con esos misioneros desmonta o matiza esa construcción intelectual?

—Los misioneros son lo mejor de la Iglesia. Es imposible no admirarlos. Yo vuelvo del viaje gritando como un loco sin Dios —que es lo que es el narrador del libro— que ya he encontrado la solución para la Iglesia. Y claro, todos me miran como un chalado. Pero cuando digo "todos misioneros", todo el mundo está de acuerdo. No porque lo diga yo, que lo he visto y tocado, sino porque lo dice Bergoglio. Él habla de una Iglesia misionera. ¿Qué significa eso? Una Iglesia de locos. Porque ser misionero es una locura: dejar tu país, tu familia, tu carrera, tus ambiciones, el dinero... para irte al quinto pino, a 50 grados bajo cero, donde no entiendes nada. Y no vas a convertir a nadie, ni a evangelizar, vas a echar una mano. Con los pobres, los desgraciados, los borrachos, las prostitutas, lo peor de lo peor. 

Para eso hay que estar un poco loco. Y por eso el Papa va allí. Porque cree que la salud de la Iglesia está en la periferia, no en el centro. Lo mejor de la Iglesia no está en nuestros países católicos, sino en los lugares donde no hay cristianos. Él quiere hablar con los otros: con los musulmanes, con los budistas... No es solo que la Iglesia sea universal, es que tiene que ir donde no está. Él va allí porque adora esas comunidades que se parecen a las de los primeros cristianos. Esa es la gran revolución de Bergoglio: volver a la Iglesia primitiva.

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—¿Y cómo se relaciona esta experiencia con lo que has leído sobre el cristianismo desde la filosofía?

—Hablar "de los pensadores" en general no tiene mucho sentido. Cada pensador es cada pensador. No hay dos planos, el del pensamiento y el de la realidad: hay muchos planos. Pero sí, mi visión del cristianismo ha cambiado, claro. No solo por los misioneros, sino por todo el viaje, que también ha sido el viaje de escribir este libro. 

Nietzsche decía que el cristianismo devalúa la vida, que considera esta vida como de segunda categoría y pone el valor en la otra. Por eso hablaba de la moral del esclavo. Y eso tiene una parte de verdad, pero también una falsedad tremenda. El cristianismo no es sumisión, es una rebelión total. Primero, contra el poder: Jesucristo era un tipo peligroso, por eso lo crucificaron. Él no estaba con el poder, sino contra él. “No he venido a traer paz, sino espada”, dice. El cristianismo, si no es subversivo, no es real. Y además hay una rebelión mucho más profunda: la rebelión contra la muerte. Este libro habla de eso, del centro del cristianismo, que es la resurrección de la carne y la vida eterna. Y eso no es devaluar la vida, es decir: no aceptamos la muerte. Como decía mi madre, que era muy de orden y muy sumisa, pero en el fondo decía: “Yo no quiero morirme. Quiero volver a ver a tu padre”. Esa es la mayor rebelión que existe. Jesucristo no dice que esta vida no valga. Dice: “Si venís conmigo, os daré cien veces más, aquí y después la eternidad”. No hay desprecio de la vida: hay una exaltación multiplicada.

—Me interesa la esencialidad de la pregunta por la vida eterna, por la muerte. Muchas veces entendemos la fe como una cuestión de fervor, pero la fe tiene que ver también —o sobre todo— con la ausencia: la del ser querido, la de Dios, en momentos de crisis.

—No estoy de acuerdo. En mi madre, la fe tenía que ver con un don. Yo, en el libro, discuto mucho sobre eso. Pero mi madre no necesitó perder a mi padre para tener una fe sólida y profunda. La tuvo siempre. La fe es una cosa muy especial, muy extraña. Yo la tuve y la perdí. Chateaubriand, por ejemplo, escribió que cuando murió su madre, recuperó la fe instantáneamente. Decía: “Ella murió y yo creí”. A mí no me ha pasado. Pero no sé cómo se hace.

Flannery O'Connor decía que es mucho más difícil creer que no creer. Estoy totalmente de acuerdo. Yo tengo envidia de mi madre; y de los misioneros, claro. En el libro yo a eso lo llamo un superpoder: una fuerza tremenda para hacer cosas increíbles. Y la tienen porque sí, sin más. Yo no, y no sé cómo se recupera. No creo que sea un acto de voluntad.

—¿Hasta qué punto el Papa Francisco es una excepción?

—No creo que sea una excepción. Es distinto, sí, pero lo que le aproxima a los demás papas es mucho más de lo que le separa. Lo que hace este hombre es intentar llevar a la práctica —con radicalidad— el Concilio Vaticano II. Y eso ya es mucho. ¿Es una excepción? En algunas cosas, sí. Sobre todo  en cuestiones de estilo. 

Pero si tu pregunta es si después de este papa volveremos a una visión más conservadora, más parecida a la de otros papas, yo creo que no va a ser tan fácil. Los cambios que ha iniciado no me parecen fácilmente reversibles. 

Lo verdaderamente excepcional es la Iglesia. No en el sentido de “excepcionalmente buena”, sino como algo singular. Una institución rarísima, que pervive, que sigue siendo universal, aunque el centro ya no esté en Europa. Nosotros somos un continente secularizado y laico. El centro está ahora en África, en Latinoamérica. Por eso te digo: cuando entras ahí, al Vaticano, si lo haces con los ojos limpios, solo puedes llevarte sorpresas.

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